Salvador Cardús

Arrogancia, cálculo, supervivencia

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Rivera i Sánchez s'han reunit aquest dijous al matí al Congrés / EFE

La formación de gobierno en España -como lo había sido antes en Cataluña- está resultando muy dificultosa. Pero no lo es tanto por los desacuerdos programáticos, que también, como sobre todo por tres otras razones propias del mercado electoral. La primera razón es la arrogancia de las campañas electorales, que obliga a los candidatos a jurar que de ningún modo pactarán con los rivales. La segunda es el cálculo sobre cómo se comportará el elector en el futuro en relación a la decisión actual. Y en tercer lugar, pero no de menor relieve, está el futuro personal de los líderes de los partidos, es decir, su supervivencia.

La arrogancia política de los partidos en campaña consiste en hacer creer al elector que sólo obteniendo una mayoría aplastante se podrá llevar a cabo el programa electoral prometido. Es una estrategia de diferenciación para presentarse no como los mejores, sino como únicos e imprescindibles, y que potencia al máximo la idea del “voto útil”. En su relato, se ignora la posibilidad de pactos y se ocultan las hipotéticas preferencias. Lo más grave de esta lógica de propaganda es que cada propuesta política parece irreconciliable con cualquier otra, para taponar posibles fugas de voto. Si finalmente se acaba pactando, el elector ve traicionadas las promesas de aquel “Nunca haremos gobierno con...”, y las razones para la desconfianza se multiplican. Sólo un sistema electoral como el llamado “voto de aprobación” y que han estudiado Xavier Mora y Rosa Camps, matemáticos de la UAB (véase el blog de ambos autores Ars Electionis), resolvería definitivamente esta disonancia entre promesa electoral y realidad de gobierno.

La segunda dificultad es la del cálculo sobre las futuras consecuencias electorales de los pactos de gobierno. ¿Qué precio se pagará en las próximas elecciones por el acuerdo con el rival? ¿Quién se comerá a quién? Paradójicamente, el peor adversario siempre es el que se tiene más cerca programáticamente y con quién se compite más directamente por el voto. De manera que los pactos de ahora se ven más condicionados por los cálculos sobre los resultados de futuro que sobre las posibles dificultades de compartir el gobierno. Tanto, que finalmente se preferirá un pacto contra-natura que excluya el competidor directo -y, por tanto, con el que sería más fácil compatibilizar programas de gobierno-, pero que sume un mal socio de gobierno que no haga sombra en el futuro. Huelga decir que los errores de cálculo en estas apuestas suelen provocar futuras derrotas monumentales.

Y, claro, no se entiende nada sin el factor humano. La desconfianza personal entre líderes escondida en los repliegues más profundos del inconsciente; la ambición alimentada en la lucha por controlar el propio partido y que siempre es la más feroz; los obstáculos que provoca el resentimiento de los compañeros que han quedado derrotados por el camino; las únicas y quizá últimas oportunidades para llegar al poder; la imposibilidad de un retorno cómodo al mercado laboral... Se trata, pues, de todo lo que está determinado por la condición humana más frágil, a menudo miserable, siempre opaca, y que si se manifiesta lo hace de manera perversa a través del rumor, la maledicencia o el impúdico espectáculo mediático.

Todo ello se acompaña con grandes declaraciones de voluntad de servicio, de vocación patriótica y de fidelidad al voto del electorado, cosa que acaba de marear la perdiz. Pero que no nos engañen. Lo que pasó en Cataluña primero y ahora el resultado en España de la apuesta de Pedro Sánchez habrá que interpretarlo, también, a la luz de estos tres determinantes. Sólo así se explica que los acuerdos de gobierno entre PSOE y C 's no incluyan los principales desafíos políticos y que fuercen declaraciones tan enfáticas como de imposible materialización. Y mañana será otro día. ¡Qué rápido que se han encontrado la vieja y la nueva política!

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