Carles Boix

Elecciones anticipadas

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El president del govern espanyol, Mariano Rajoy, i el secretari general del PSOE, Pedro Sánchez, en l'acte en què han signat el pacte antijihadisme / EFE

El impasse político español se juega en dos dimensiones diferentes. La primera, muy inmediata: unas negociaciones para formar gobierno que no pasan de ser un buen acto de comedia (¿o tal vez farsa?) política. La segunda, mucho más profunda y con un tono sombrío: la crisis económica y la cuestión catalana.

Considerando la correlación de fuerzas parlamentarias, no hay ninguna coalición de gobierno posible salvo dos escenarios extremadamente improbables. El primero es una coalición de izquierdas PSOE-Podemos-IU con el apoyo (positivo o en forma de abstención) de DL y ERC. Esta solución sólo es posible, sin embargo, si los partidos soberanistas caen en la tentación secular del catalanismo una vez llegado a Madrid: aplicar la llamada teoría del mal menor, que dice que un gobierno del PP (o nuevas elecciones de resultado incierto) es siempre un escenario peor que una coalición de neo-Azañas y neo Largo Caballeros al frente de España, independientemente de las promesas o el programa de la izquierda. En cambio, si hacen de partidos soberanistas de verdad, son fieles a sus votantes, no se doblan a la presión creciente que sufrirán los próximos días y exigen, como mínimo, un referéndum, el PSOE no cederá y las elecciones serán inevitables.

El segundo escenario es aún más inverosímil: una coalición del PP, de Ciudadanos y del PSOE extremeño-andaluz. Esta solución es, desde un punto de vista estrictamente material, la más lógica: Extremadura y Andalucía son las regiones que tienen más que perder con un nuevo sistema de financiación; el electorado (envejecido y provincial) del PP vive de las pensiones y las infraestructuras financiadas por el arco mediterráneo; C 's necesita protagonismo mediático para no morir como le pasó al CDS de Suárez. Una escisión del PSOE equivaldría, sin embargo, a un suicidio político y a la transferencia de la mitad de sus escaños a Podemos.

Los políticos españoles lo saben, todo esto, y, hoy por hoy, se entretienen en un juego de apariencias, dirigido a colgar el sambenito de las elecciones anticipadas al contrario y a emerger como el líder responsable que intentó salvar a España por encima de los intereses particulares de los otros partidos. El primer movimiento de Rajoy (declinando el encargo de formar gobierno) ha ido dirigido contra su propio partido. Al PP le habría ido mejor dejar morir a Rajoy en manos del PSOE para, una vez Sánchez hubiera fracasado en la construcción de una coalición alternativa, elegir un nuevo candidato capaz de recuperar los votos de Ciudadanos en unas nuevas elecciones. Autoimponiéndose un tiempo de reserva, sin embargo, Rajoy ha dejado a los barones del PP en una situación de fuera de juego transitoria.

Sin propuesta desde el PP, el encargo de formar gobierno tendrá que pasar necesariamente al PSOE. En este caso, a Sánchez sí le conviene intentar la investidura para poder probar ante el votante que se ha ido a Podemos que el PSOE es el único partido capaz de construir un equipo y un gobierno solvente desde la izquierda. Intentándolo le bastará: si pierde con el voto en contra de los partidos catalanistas, siempre podrá hacer una nueva campaña electoral como el hombre que no sacrificó nunca el interés general de España. En este juego, Podemos tiene una ventaja inicial: su líder tiene el apoyo indiscutible de su coalición (salvo los valencianos). Pero también se enfrenta a un peligro: si bloquea (o parece que bloquea) la alternativa de izquierdas, puede acabar sangrando hacia el PSOE.

De todos modos, el bloqueo institucional español tiene causas más profundas que los malabarismos estratégicos de los partidos políticos. La economía española ha vuelto a crecer. Pero el desempleo sigue alto y la distribución de la renta se ha hecho más desigual. Entre el año 2007 y el año 2013 (el último año con datos completos) la renta económica sólo creció (en términos reales) entre el 15 por ciento más rico de la población. Este crecimiento, sin embargo, fue modesto, de un 5 por ciento aproximadamente -síntoma de que la recuperación económica no ha ido de la mano de un gran dinamismo empresarial-. En realidad, el incremento de la desigualdad ha sido el resultado de la caída de las rentas más bajas. La renta del 20 por ciento de la población con menos ingresos bajó entre un 20 y un 25 por ciento. Un español en el centro de la distribución de la renta ganaba aproximadamente un 7 por ciento menos en 2013 que antes de la crisis.

Esta recuperación tan débil ha tenido un impacto directo sobre la política española. Ha partido a la izquierda por la mitad: la vieja socialdemocracia felipista parece incapaz de ofrecer salida a mileuristas y excluidos del mercado laboral. Y a la derecha, ha dejado a las clases medias urbanas tocadas por el golpe de la crisis: el estallido de la burbuja inmobiliaria les ha quitado todo lo que habían conseguido en el cambio de siglo y al mismo tiempo ha destapado toda la trama de corrupción que había alimentado los negocios de aquella época. Es esta doble crisis (cada una dentro de una de las dos grandes subculturas de España) la que ha entrado ahora en las Cortes españolas. Y tardará en irse.

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