Josep Ramoneda

Creer en Dios o estar en el secreto

3 min
EL POBLE HA DE VOTAR  Si hi hagués oferta de l’Estat, Mas creu que també ha de passar per les urnes.

1. CULPABLES. Ahora toca tirar contra la CUP. La frustración del soberanismo ya ha encontrado culpable. El proceso se ha atascado y en vez de detenerse a reflexionar sobre qué se ha hecho mal para repensar las estrategias se prefiere buscar un cabeza de turco y seguir pensando que sin Mas no hay salida. Con Mas tampoco, si no se corrigen los análisis y se mejoran las políticas. La CUP hace y ha hecho su papel. Siempre ha sido clara: fue la primera en reconocer que el plebiscito no había salido y que la DUI era imposible; nunca ha engañado sobre sus objetivos, que tienen perspectivas muy alejadas de las obsesiones tacticistas de los partidos convencionales, pendientes siempre de las próximas elecciones; siempre ha dicho con quién quería ir y con quién no, nunca quiso entrar en la comedia de la lista única. Un buen resultado, combinado con un escaño de menos para Junts pel Sí, le ha dado una oportunidad de hacerse oír, de poner condiciones, de estar en primer plano y, por qué no, de marear a uno de sus adversarios naturales, el presidente Mas, que ha contribuido a ello con una resignación masoquista que ha desconcertado hasta a algunos de sus fieles. Es más, la CUP ha conseguido que parte del empresariado catalán redescubriera la lucha de clases y dejara claro que Cataluña "antes española que roja". Y todavía hay quien dice que la distinción derecha/izquierda ya no tiene sentido.

No. La CUP no tiene ninguna culpa. Como máximo se la puede acusar de gustarse demasiado y de encontrarse a gusto ocupando primeras planas, pero el que esté libre de este pecado que tire la primera piedra. El problema no es la CUP. El problema es que los números no salen. Y se sabe desde hace tiempo. Quedó claro el 9-N de 2014, con ratificación en 2015. Y no se ha querido reconocer, se ha preferido seguir alimentando las ilusiones. Ya no lleva a nada apostar por un apaño de última hora que invista Artur Mas. El estancamiento del proceso continuará, con un presidente que se ha dejado el aura por el camino, porque su objetivo ya sólo es ganar tiempo para la transfiguración de Convergència. Lo que hace falta es replantear estrategias y buscar nuevos caminos que permitan avanzar en el único objetivo que puede dar el éxito al soberanismo: una acumulación incuestionable de capital electoral. Hay demasiadas cosas rotas para hacer un patchwork de urgencia para afrontar lo que viene.

Que cada cual resuelva sus problemas, comenzando por Convergència, que se agarra a la candidatura de Mas para disimular su derrumbe. Y, vista la experiencia, que los electores decidan. Votar nunca es malo: mal asunto si dar la palabra a los ciudadanos se vive como un problema. Los políticos deben abrir puertas que permitan opciones diversas, en lugar de cerrarlas como se hizo con la declaración de desconexión. La estrategia de las prisas, de la lista única hecha de proyectos demasiado diversos (con renuncias que los desnaturalizan), de intentar volar por encima de las rugosidades del país real, ha llevado a una frenada repentina. Celebro que cada vez sean más los que ya aceptan lo que hace cuatro días se negaba como una pantalla ya superada: el retorno al referéndum como referencia estratégica.

2. DOBLE LENGUAJE. En una semana, dos corresponsales extranjeros me han hecho el mismo comentario. ¿Cómo puede ser que cuando preguntas a los dirigentes de los partidos soberanistas sobre la declaración de desconexión te digan que no te la tienes que tomar al pie de la letra y que lo de la desobediencia es un decir? ¿Por qué lo escriben si no se lo creen? No es una experiencia exclusiva de periodistas de fuera. Hay un abismo entre lo que se dice en público y lo que se dice en privado. Los empresarios se quejan y desde el gobierno se les asegura que de lo que se trata es de ganar tiempo y presionar a Madrid; hablas con políticos soberanistas y te cuentan que son perfectamente conscientes de que la independencia no está a la orden del día y de que la hoja de ruta de dieciocho meses es un brindis al sol. ¿Por qué no lo dicen en público? ¿Por qué se mantienen expectativas que se saben irrealizables? Esta cultura del doble lenguaje, penosamente paternalista, me recuerda un comentario de una personalidad de la curia romana ante un encendido discurso católico de un político español: "Este, ¿cree en Dios o está en el secreto?"

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