Avergonzando a las víctimas

Lucía Etxebarria
4 min

Cuando tenía 17 años un cura me tocó la entrepierna. No voy a contar la historia aquí por dos razones. Una, por falta de espacio. Otra, porque no quiero meter al ARA en un problema, dado que, manda huevos, el centro me podría denunciar por contarlo, y al periódico de paso. Así que lo he dejado contado en mi blog para que, llegado el caso, me denuncien solo a mí. La historia, en Allegramag.info

En estos días ha salido a la luz un caso de abusos en el colegio Valdeluz de Madrid. Un profesor había abusado de doces alumnas y violado a una más. En el 2007, hace ya siete años, una alumna tuvo el valor de contárselo a sus padres. Los padres la llevaron al Centro Especializado de Intervención en Abuso Sexual Infantil, dependiente de la Comunidad de Madrid. Los psicólogos del centro determinaron que la niña no mentía. Pero la Comunidad de Madrid no exigió inmediatamente una investigación, como habría sido preceptivo, ni denunció al profesor.

Los padres tampoco denunciaron. ¿Por qué? Porque era la palabra de la niña contra la del profesor. Y el profesor era un hombre, según los testimonios que han salido últimamente en la prensa, encantador, adorable, un gran profesor. Y si nadie ha querido creer a Dylan Farrow, y han preferido creer a Woody Allen, ¿por qué iban a creer a esta niña? Como en el caso de Dylan Farrow, habrían dicho lo que muchos de ustedes dijeron: que estaba loca, que se lo inventaba, que estaba siendo manipulada, que era afán de venganza.

Como la Comunidad no intervino y los padres tuvieron miedo, el profesor siguió tocando a más niñas. Hasta que se confió y violó a una. Y ya no fue la palabra de una contra otro. Ya hubo un examen forense de por medio.

El abusador no elige a cualquier presa. Elige a la más débil, a la más vulnerable. Aquella que tendrá poca credibilidad. Cuando abusa de ella la desestabiliza todavía más, y así es fácil que no la crean porque se dirá que estaba loca. Mia Farrow era débil, vulnerable, no muy equilibrada. Cuando supo lo que había pasado con su hija, enfermó. Se deprimió. Y esa depresión fue usada contra ella para tacharla de loca y vengativa. A día de hoy, la pobre mujer no se ha quitado el sambenito.

En aquel centro yo casi no tenía amigos. Iba siempre vestida de negro, leía a Baudelaire en francés, escuchaba grupos de nombres impronunciables que nadie conocía. Yo sabía que nade me iba a creer. No quería problemas, y tenía miedo y me callé.

Ahora que sale este caso, todo el mundo incide en que se trata de un colegio religioso, como si solo los curas pudieran ser abusadores. Olvidan que hace poco se dio el mismo caso en Catalunya, en una escuela pública, y que en aquel caso no se mencionó jamás el nombre del centro ni hubo tanta alharaca. Parece que nos tranquiliza pensar que el abuso es cosa de curas. Pero no es así.

En un colegio en Pozuelo, en Madrid, en el que una amiga era directora, hubo un caso similar. Y sucedía lo de siempre: la palabra de una niña tímida, poco adaptada, la rarita de la clase, contra la de un profesor carismático que decía que la niña se lo inventaba todo. El profesor era y es funcionario. No le podían expulsar sin pruebas. Y allí se quedó, en el centro. Al año le atracaron por la calle y le dieron una tunda descomunal. Medio Pozuelo sospecha que el padre de la niña (constuctor/semimafioso/nuevo rico) pagó a unos sicarios para que le diesen una paliza al profesor.

Lo cierto es que sí hay curas que abusan de niños. Y me gustaría detenerme en el tema. Cuando escribí mi novela El contenido del silencio entrevisté a una decena larga de exnumerarios del Opus Dei, alguno de ellos había sido sacerdote. Muchos me contaron la misma historia, repetida en versiones diferentes. A los doce, trece, catorce años, fueron a confesarse y le explicaron al cura que se sentían atraídos por gente de su propio sexo. El cura les convenció de que, ya que no podían casarse ni tener hijos, sublimaran sus pasiones y ofrecieran su vida a Dios. Más perverso aún: les convenció de que su homosexualidad era precisamente la señal de que Dios les había elegido para entrar en la Iglesia. Eso no solo sucedía en la Obra, también lo hacían sacerdotes católicos que no estaban en la órbita Opus Dei.

Que nadie crea que estoy relacionando homosexualidad con pederastia. Digo que yo, que he sido católica, me siento católica para muchas cosas y tengo muchas esperanzas depositadas en el papa Francisco, creo que la Iglesia católica debería plantearse muy en serio si el celibato no es una carga demasiado dura para alguien que no ha ingresado en el seno de la Iglesia por amor a Dios sino por miedo a los hombres. Porque abusadores hay en todos los ámbitos y profesiones, pero de un ministro del señor, del que esperamos bondad, entrega, sacrificio, nos escandalizan más ciertos comportamientos que en un seglar. Al final y al cabo, un sacerdote es el representante de Dios en la Tierra, y de Dios no esperamos que aterrorice a niños.

Los comentarios del otro día sobre Dylan Farrow me confirmaron lo que ya sabía. La sociedad sigue culpando a la víctima. Los padres no se preocupan de sentar bases de confianza para que sus hijos (niños y niñas) puedan contar este tipo de abusos sin sentirse culpables o avergonzados. Y, para colmo, seguimos sin dar importancia a tocamientos "inocentes" o comentarios fuera de lugar en el entorno familiar, del tipo "ya le crecen las tetitas" o "qué cuerpazo está poniendo esta niña". Por no hablar de concursos de nuevos talentos en que se sexualiza a niñas prepúberes que salen vestidas y maquilladas como si fueran a hacer la calle.

Avergonzamos a las niñas y los niños y así se garantiza el silencio.

Pero la vergüenza la deberían pasar los abusadores y no sus víctimas.

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