EDITORIAL

Un referéndum digno del país que queremos

Carles Puigdemont ha anunciado la fecha y la pregunta del referéndum. Para entender cómo hemos llegado hasta aquí hay que repasar los acontecimientos de los últimos años

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Un elector votant en una urna

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, anunció ayer la fecha y la pregunta del referéndum con el que se había comprometido para que los catalanes puedan pronunciarse sobre su futuro de manera pacífica y democrática. La mayoría de los catalanes prefiere un acuerdo con el Estado. Pero el referéndum se anuncia con la maquinaria del Estado en contra y, por lo tanto, en medio de un clima político de tensión creciente. No es este el escenario deseado. Para entender cómo hemos llegado hasta aquí hay que repasar los acontecimientos de los últimos años.

A nuestro parecer, el problema comienza cuando el PP y parte del PSOE, así como el aparato del Estado, no quisieron entender que el proyecto de Estatuto de 2006 era un intento pragmático y leal para encontrar un mejor encaje de las aspiraciones catalanas dentro de España. La hostilidad desatada por la campaña contra el Estatuto, con una ignominiosa recogida de firmas organizada por el PP en todo el Estado y, sobre todo, con la instrumentalización impúdica del Tribunal Constitucional para desfigurar lo que el pueblo de Cataluña había aprobado en referéndum, laminaron los esfuerzos políticos para encontrar una relación más equilibrada y equitativa. En este sentido, la sentencia del TC, al estrechar el campo del autogobierno e imposibilitar el reconocimiento nacional de Cataluña, acabó con el espíritu del pacto de la Constitución de 1978, que dejaba abierta la puerta a una lectura más flexible y respetuosa de la Carta Magna en el ámbito territorial.

Todavía hoy constitucionalistas no soberanistas como el andaluz Javier Pérez Royo o el catalán Xavier Arbós defienden que es posible esta interpretación abierta del espíritu constitucional, pero las diferentes sentencias del TC han ido cerrando todas las puertas hasta no dejar rendijas. La capacidad de diálogo y reconocimiento de una España no uniforme ni homogénea empeoró con la llegada del PP al gobierno español en 2011. Los incumplimientos del Estatuto -que es, por cierto, una ley orgánica del Estado-, la recentralización de competencias, la aplicación de una voluntad uniformizadora y recentralitzada, la intervención de las finanzas de la Generalitat y el ahogo con la imposición de objetivos de déficit desequilibrados que ponían en riesgo la prestación básica de servicios a los ciudadanos de Cataluña, la no aprobación de un nuevo sistema de financiación sustituido por la aplicación de un sistema perverso de control de la liquidez, los ataques a la escuela en catalán, etc., llevaron la relación política al callejón sin salida.

Mientras tanto, sin embargo, la sociedad catalana no se había quedado quieta. Ya desde 2009, con las consultas populares que nacen en Arenys de Munt, aparece un potente movimiento popular, ideológicamente y generacionalmente transversal, que cristaliza en la Asamblea Nacional Catalana en 2012. Comienza entonces una fase de movilizaciones populares a favor la independencia que sorprenderán al mundo, tanto por su magnitud como por el comportamiento extremadamente cívico y pacífico de los ciudadanos.

El presidente Artur Mas visitó la Moncloa el 20 de septiembre de 2012 con una propuesta para desatascar la situación, el pacto fiscal, que fue rechazado por el presidente español Mariano Rajoy. Desde entonces, todas las llamadas que se han hecho a Madrid para que ponga sobre la mesa una propuesta para Cataluña han encontrado la misma respuesta: el inmovilismo y la incapacidad de dialogar. Ni siquiera la masiva participación de 2,3 millones de personas en el proceso participativo del 9-N hizo moverse al gobierno español. Por el contrario, después de haberlo menospreciado, reaccionó ofendido con ánimo ejemplarizante contra sus responsables políticos, que han afrontado procesos judiciales y condenas de inhabilitación. Pero la cosa no ha quedado ahí. Con la llamada Operación Cataluña, el estado español ha cruzado los límites de la decencia democrática: policías patrióticas, filtración de dossieres falsos, conspiraciones en el propio despacho del ministro del Interior.

En este contexto se llegó a las elecciones del 27 de septiembre de 2015, que tenían un componente plebiscitario. El resultado fue envenenado porque si bien no permitía afirmar que una mayoría de catalanes se había pronunciado a favor de la independencia (Junts pel Sí y la CUP sumaron el 48% de los sufragios), en puridad tampoco se podía afirmar lo contrario, ya que había dos formaciones que no querían ser contadas en ninguno de los dos bandos (CSQP y UDC), que obtuvieron un 11,5% de los votos, mientras que los partidos declaradamente unionistas (C's, PSC y PP) se quedaron en un 39%.

El independentismo entendió que necesitaba superar de forma clara y contundente el 50% y por eso volvió a apostar por poner las urnas. En el gobierno español, sin embargo, han seguido con la actitud de la prepotencia y de la ignorancia, como se ha demostrado con la etérea y vacía de contenido Operación Diálogo. Y en este contexto hemos llegado hasta aquí. Y por eso no se nos puede pedir que seamos equidistantes entre un Estado que menosprecia los derechos de sus ciudadanos y un gobierno catalán que, de manera democrática, intenta consultar a los catalanes sobre qué futuro quieren.

Ahora bien, el gobierno catalán debe hacer una lectura lúcida de la situación, ser consciente de las limitaciones que impone la realidad de fuerzas tanto internas como con el Estado y perseverar escrupulosamente en el respeto de los procedimientos democráticos y cívicos que han caracterizado el movimiento independentista catalán. Hacen falta garantías y una campaña informada, transparente y plural. Sólo así la demanda y legitimidad de un referéndum, ampliamente compartida, podrá vencer las resistencias de un Estado sordo y sin proyecto.

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