La mina congoleña que sirvió para destruir Hiroshima y Nagasaki

Los Estados Unidos lograron el uranio para las bombas atómicas esclavizando personas del Congo belga

Francesc Millan
4 min
Vista del núvol causada per l'explosió de la bomba atòmica a Nagasaki

BarcelonaLas 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945. Un objeto metálico cae sobre Hiroshima, en el sur de Japón. Un resplandor de luz rompe el cielo y la tierra. Lo que pasa a partir de este momento es de sobra conocido: la humanidad –concretamente los Estados Unidos– acababa de utilizar por primera vez una bomba atómica contra la población civil. Tres días después, el mismo infierno se volvería a vivir en Nagasaki, como desenlace –ya anunciado, de hecho– de la Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto, a unos 12.000 kilómetros de allí, en un punto remoto del Congo belga, un grupo de mineros congoleños continuaban trabajando en una mina oscura y húmeda del sureste del país, en condiciones similares a la esclavitud. No lo sabían, pero acababan de ser cómplices -aunque de manera forzada- de uno de los episodios más crudos de la historia de la civilización. Ellos habían recolectado el 80% del uranio que se había utilizado para construir aquellas bombas lanzadas por los norteamericanos, que acabarían provocando la muerte de más de 300.000 personas.

El papel de aquella mina congoleña, llamada Shinkolobwe y situada en la actual República Democrática del Congo, es uno de los puntos más obviados de aquella masacre que esta semana ha cumplido 75 años. Pero, en cierta medida, Shinkolobwe decidió quién sería el próximo líder del mundo. Para entenderlo, y resumiendo mucho, debemos situarnos a finales del año 1938, cuando se descubrió la fisión nuclear. A raíz del descubrimiento, el propio Albert Einstein escribió una carta meses más tarde –ya comenzada la Segunda Guerra Mundial– al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, en la que le advertía de que este elemento se podría utilizar para generar una cantidad colosal de energía, incluso para construir "bombas extremadamente poderosas". La misiva, lejos de quedarse en anécdota, tuvo consecuencias. Temerosos de que la Alemania nazi se adelantara, el gobierno estadounidense se puso las pilas hasta crear el llamado proyecto Manhattan, un plan secretísimo a través del cual Washington –junto con Canadá y el Reino Unido– se proponía adquirir la cantidad suficiente de uranio para poder fabricar una bomba atómica.

Y es aquí donde entra en juego la mina de Shinkolobwe. A pesar de que en América del Norte ya había minas de uranio, nada podía equipararse a la congoleña. "La geología de Shinkolobwe era un caso extraordinario. En ninguna otra [mina] del mundo podías encontrar una concentración tan pura de uranio como en aquella. Nunca ha vuelto a verse algo similar", dice en su libro Uranium el periodista norteamericano Tom Zoellner. Los minerales extraídos de las minas de Estados Unidos o de Canadá no llegaban a contener un 1% de uranio. En cambio, los que se extraían de Shinkolobwe tenían más de un 70%.

Secretismo total

Los Estados Unidos, pues, centraron toda su atención en ese punto del Congo, propiedad entonces del gobierno de Bélgica, que hacía unos años que la había comprado al rey belga Leopoldo II, responsable de una larga lista de horrores en aquellas tierras. "En 1940, y después de que los nazis ocuparan Bélgica, Washington ya convenció la compañía belga Union Minière [que administraba Shinkolobwe] para que trasladara todos sus suministros de uranio en el país norteamericano", explica Omer Freixa, historiador africanista de las universidades argentinas de Buenos Aires y Tres de Febrero.

Pero no era suficiente, y bajo las directrices del gobierno belga, norteamericano y también británico, trabajadores congoleños fueron prácticamente esclavizados para enviar, cada mes, la cantidad de uranio que faltaba para poner en marcha el armamento nuclear. "Todo este proceso se hizo entre el secretismo más alto, incluso se enviaron espías para ocultar cualquier rastro sobre qué se estaba haciendo allí", continúa Freixa, que apunta que por este motivo actualmente el papel del Congo belga en el ataque contra Hiroshima y Nagasaki es tan desconocido.

También se hizo sin tener nunca en cuenta la salud de los trabajadores, expuestos a la radiactividad del uranio durante meses. No hay registros de cuántos de ellos murieron directa o indirectamente por su trabajo en la mina. Tampoco hay registros que especifiquen si se les compensó por el trabajo: simplemente eran mano de obra de un solo uso, a ojos de la potencia norteamericana. Como lo habían sido los recolectores de caucho para Leopoldo II, o los de cobre que nutrieron las armas durante la Primera Guerra Mundial, o lo son ahora los mineros que buscan el coltán que hace funcionar nuestros teléfonos móviles.

El miedo soviético

Detonadas las bombas y terminada la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos no perdieron de vista Shinkolobwe. La posterior Guerra Fría con la Unión Soviética volvería a traer viejos miedos a Washington. Que el yacimiento pudiera caer en conocimiento -o peor, en dominio- de la URSS inquietaría siempre la Casa Blanca, hasta el punto que en 1960, con la independencia del país africano, los belgas taparon las principales galerías con hormigón presionados por la casa Blanca.

Y no sólo eso. Es también en este contexto cuando fue asesinado, en 1961, el primer ministro del primer gobierno democrático de la República Democrática del Congo, el anticolonialista y nacionalista Patrice Lumumba. Oficialmente, su muerte nunca quedó clara, pero la versión no oficial dice que fue orquestada por los Estados Unidos y sus aliados. "Se consideraba a Lumumba como un peligro por su sintonía con el comunismo", recalca Freixa. En su lugar, se instaló el dictador Mobutu Sese Seko –amigo de Washington y de Occidente– que devoró el país durante tres décadas a caballo de un régimen basado en la más pura cleptocracia. Las heridas de aquellos años aún resuenan bien fuerte en la República Democrática del Congo, un país que no encuentra la estabilidad y que, como otros estados africanos, parece estar maldito y condenado por sus riquezas naturales y por la avaricia de los demás.

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