Ciudadanos invisibles

Barcelona tiene más de 1.200 sintecho, figuras que nos hemos acostumbrado a ver cada día en el mismo lugar hasta convertirlas en mobiliario humano de nuestra calle

Albert Llimós / Mònica Bernabé
12 min
Les voluntàries d'Arrels repartint certificats pel centre de Barcelona

BarcelonaPor la noche, mientras las familias cenan o dan un beso de buenas noches a sus hijos, centenares de personas colocan un cartón sobre las baldosas frías de un portal. En cada calle se repite la escena. Barcelona tiene más de 1.200 sintecho, personas a las nos hemos acostumbrado a ver cada día en el mismo lugar hasta invisibilizarlas: para muchos ciudadanos estas figuras se han convertido en el mobiliario humano de su barrio.

Dormir en medio de un parque en una tienda de campaña

Stefan y Marius

L'Stefan dorm en una tenda al Poble-Sec

En el Parc del Mirador del Poble-sec de Barcelona hay bancos, papeleras, columpios, una fuente y... personas sin hogar. “¿Debe de hacer cinco años que están?”, contesta dudando Gràcia Andrés, una vecina de la zona que pasea el perro a media mañana por los alrededores del parque y no sabe concretar muy bien cuánto tiempo hace que esa gente ahí. Mucho, eso seguro. “No generan problemas”, aclara. Son casi como una papelera más. Forman parte del mobiliario urbano o, mejor dicho, humano. Porque son de carne y huesos.

El Parc del Mirador del Poble-sec está al lado del Passeig de Montjuïc, donde ya empieza a hacer cuesta. Como su nombre indica, desde ahí hay unas vistas privilegiadas al mar. Cada noche duermen ahí una decena de personas. Algunos tumbados en los bancos, otros incluso plantan tiendas de campaña.

El pasado martes, a las siete y media de la mañana, Stefan estaba atareado recogiendo una de las tiendas, de esas que venden en el Decathlon para acampar en la montaña. “Es que está a punto de venir la policía”, justificaba, mientras tapaba un colchón con bolsas de plástico e intentaba camuflarlo detrás de un banco. Según dice, los agentes de la Guardia Urbana se presentan cada mañana a la misma hora, a pesar de que al atardecer, a partir de las siete, hacen la vista gorda y permiten que vuelvan a montar el campamento.

Cocinar con alcohol de quemar

A Stefan se lo nota acostumbrado a repetir la misma operación cada día. “Hace veinte años que vivo en la calle”, aclara. Casi media vida. Guarda parte de sus pertenencias bajo un banco dentro de bolsas de basura y las otras las tiene dispersas en un pequeño muro del parque, donde ha montado una cocina improvisada. Dice que cocina con alcohol de quemar que enciende con un mechero, que utiliza la montaña de Montjuïc como lavabo y que se ducha una vez a la semana en las instalaciones de la Fundació Arrels. “Estoy bien, no me puedo quejar”, asegura, a pesar de que tiene la piel castigada por el sol.

Stefan explica que dejó su país, Bélgica, en octubre de 1999 para huir de las malas compañías que lo hicieron caer en las drogas y que ha pasado los últimos veinte años viajando de país en país. “Durante una temporada trabajé en un restaurante de Canarias, después en un bar de Calella...”, explica. Pero todo esto se ha acabado. Ahora pide en la entrada de un supermercado Lidl y, según asegura, los clientes ya lo conocen. Algunos miran al infinito como si no lo vieran, pero otros le compran comida: “Macarrones, salchichas, tomates... Lo que consigo lo reparto entre todos. Bueno, entre los yonquis no”, dice, refiriéndose a algunos de los sintecho que también duermen en el parque. Incluso en la miseria hay categorías.

El Màrius no sap com tornar a casa i explicar la seva vida

Marius es uno de los “yonquis”. Tiene 31 años y es de Rumanía. “Estoy en la calle porque soy bobo”, suelta. Explica que se fue de casa hace cuatro meses y que, desde entonces, no ha llamado a la familia. “Estoy casado y trabajaba en una obra”, asegura. Pero cayó en el pozo de la cocaína y ahora no sabe cómo salir de él. Dice que pesaba 90 kilos cuando se fue de casa y que ahora apenas llega a los 60, que se lava como puede en una fuente y que le gustaría dejar la calle pero que no sabe cómo presentarse de este modo ante la familia.

A las ocho de la mañana la Guardia Urbana y un camión de la basura llegan puntuales al parque para limpiar la zona donde los sintecho han dormido. Más tarde, dos jóvenes, Alejandro y Roberto, toman un café sentados en un banco. Charlan animadamente, sin dar importancia a los desheredados que pululan por la zona. Dicen que están acostumbrados a verlos. Porque es así, todo el mundo ya ve a los sintecho como parte del mobiliario urbano.

"Me miran como si fuera un ladrón o un asesino"

Peter

Los vecinos del inmueble entran y salen sin bajar la vista. Tampoco dicen ninguna palabra. Ningún "buen día". Peter es invisible para muchos de ellos. No necesitan bajar los ojos para saber que está ahí. El contacto visual con esa figura de pelo y barba larga, con la ropa sucia y desgastada, con una cerveza al lado, hiere. Sin quererlo, han acabado deshumanizando ese cuerpo encogido, con las piernas cruzadas y mirada triste, que lleva dos años sentado junto a su portal, en el chaflán de la calle Provença con Castillejos de Barcelona. “Lo peor de todo es la soledad”, reconoce este hombre natural de Praga que lleva 17 años en España, 10 viviendo en la calle.

El desgaste de la calle es evidente. A pesar de tener 42 años, una década durmiendo en portales y cajeros deja impronta. Y más ahora que prácticamente “no hay cajeros abiertos” como antes. Antes de verse abocado al sinhogarismo había vivido en un piso del Barri Gòtic. Lo acogió José, un hombre mayor al que había conocido en un comedor social y que le ofreció un hogar a cambio de que lo ayudara en casa y lo cuidara. Cuando el hombre se fue a una residencia, Peter se encontró sin nada.

Peter repite mecánicamente el gesto de levantar el vaso de café al aire, acercándolo a los peatones ajetreados, esperando las monedas. La mayoría de veces el vaso vuelve sin tintineo. En tres horas, cinco personas dejan caer alguna moneda, sobre todo de veinte y cincuenta céntimos. “Algunos dejan una moneda y no me dicen nada, hay mucha gente taciturna”, dice, para constatar que un "buen día" puede llenar mucho más de lo que la gente se imagina. Pero no todo es indiferencia ni invisibilidad. “Los hay que me miran fijamente como si fuera un ladrón o un asesino, no es agradable. Se piensan que no quiero trabajar, pero no es así”, lamenta, antes de reivindicarse: estudió psicología y trabajó en mil lugares, sobre todo en una pizzería, antes de probar “la aventura” fallida en España.

Emilie, una chica americana que vive en el barrio, se para a hablar con él y se lleva el móvil de Peter. Al cabo de dos minutos vuelve con una cajita que ha comprado en una tienda al otro lado de calle. Un cargador. El sábado se lo robaron. “Me sabe mal pedir una cosa así, pero si no lo pido no lo consigo”, dice con la cabeza baja, con vergüenza. Por eso se despide de Emilie con un gesto neutro con el dedo pulgar. La única sonrisa de toda la mañana, cuando el rostro triste desaparece, es cuando un perro juguetón se le acerca y lo acaricia con ganas, cruzando una mirada cómplice con el dueño.

A pesar de que tiene que rebuscar en los contenedores para conseguir comida, hay gente que de vez en cuando le da. Como las peluqueras del local de delante de donde se sienta, que le traen cafés y lo tratan muy diferente de los anteriores propietarios: “No puedes estar aquí, ¿te piensas que es un hotel?” Ahora lo ayudan. Como también el pequeño supermercado de la esquina que le deja cargar el móvil. Pequeños gestos para sobrevivir, pero que no lo sacarán de la calle.

"Cuando estás en la calle el tiempo pasa muy despacio"

Guillermo

El Guillermo porta mesos vivint en aquesta entrada del carrer Bruc

Este domingo podría ser el último día de Guillermo en su casa. En la puerta del edificio hay un papel que avisa del inicio de las obras. Casa suya es la enorme entrada de lo que era la Federació de Mutualitats, un edificio vacío durante mucho tiempo que ha permitido a este barcelonés de 37 años instalarse ahí con todas sus pertenencias. Que no son pocas.

Aprovechando el amplio espacio ha creado un pequeño campamento en medio del Eixample, en la calle Bruc de Barcelona. “La escalera es mi propiedad privada”, sentencia. Incluso ha buscado la manera de tener cierta intimidad, parapetado detrás una pared de cartones, para cuando va su pareja. Tiene desde un jamón hasta una valla de obras, y utiliza una gran pieza cuadrada de piedra a modo de mesa, con el aceite y la bebida a la vista de todo el mundo durante todo el día, incluso cuando no está. “Cuanto más ordenado lo tengo, más me roban”, dice. Guillermo se dedica a recoger trastos y chatarra por la ciudad. “Ayer gané 7 euros”. El trabajo de empujar el carro arriba y abajo por Barcelona cada día está “peor” y hay más carros que le hacen competencia.

El montaje en la gran escalinata lo hace menos invisible. Esto y su carácter charlatán, sin miedo a abordar a cualquier peatón. Desde el 2008, cuando la mala vida y algún año demasiado sabático lo dejaron sin nada, sobrevive en la calle, con temporadas bajo el cobijo de algún albergue y otras a la intemperie. Ahora ya lleva mucho tiempo en la calle y desde el verano tiene el campamento base en Bruc.

Al anochecer, cuando llega con el carro medio vacío de hacer la ruta, pide un pitillo a un vecino. Los conoce a todos. También a Deborah, una mujer que vive en el edificio de delante, con un alquiler de renta antigua. “Siempre le digo que espabile, que con 37 años puede aguantar así, pero con 50 ¿qué pasará? Mañana nos podemos encontrar todos en la calle. ¿Qué hago yo, con 50 años, si no puedo pagar el piso?”, se pregunta ella, que ha intentado ayudar a Guillermo incluso acompañándolo a renovar el DNI.

Los vecinos colaboran. “Comida sobra, el problema es comer variado: estoy harto del pollo”, dice. Antes del toque de queda va a buscar las sobras de un bar, y en la otra calle le dan los bocadillos y zumos que no pueden guardar más.

Él corresponde evitando problemas, protegiéndose en su rincón con la radio de fondo mientras fuma y bebe matando el rato. “Cuando estás en la calle el tiempo pasa muy despacio”. El día siguiente se lo toma con calma, y hasta el mediodía no abre los ojos y arranca la jornada. Antes barre su parcela. Para que los vecinos lo respeten, hay que ganárselo. “Un día el perro se estranguló con unos restos de comida, se lo dije y al día siguiente todo estaba limpio, ya no hubo más comida”, explica Melanie, que vive en el portal de al lado.

Si las obras arrancan mañana, tendrá que renunciar a la mayoría de cosas y buscar un nuevo refugio. Uno más. A pesar de esta incertidumbre, no está preocupado. En la calle solo existe el presente.

"Si no fuera padre, me podría dar por vencido, pero quiero salir de la calle"

Juan Pablo

El Juan Pablo ha creat un espai agradable on poder viure al carrer Sardenya

Observar a Juan Pablo durante un largo rato es contemplar una persona extremadamente social, que salta de conversación en conversación con el pitillo en la mano, con el desparpajo de alguien que conoce el barrio y se lo siente suyo. Ahora habla con Jordi, el fotógrafo de la esquina; ahora charla con Giuseppe, el amo del bar; gesticula con vehemencia con un joven o saluda a Candela cuando aparca la moto. Va bien vestido, limpio y pulcro, pero Juan Pablo, en realidad, es un sintecho de 53 años, criado en el barrio de Tres Torres de Sarrià, que lleva desde el 29 de mayo viviendo en el Passatge de Conradí, en la calle Sardenya de Barcelona. Ahí ha construido un pequeño campamento que atrae a los más curiosos, con una montaña de libros, discos, plantas. Incluso juguetes para los más pequeños o cuadros de una estudiante de bellas artes muy dispuestos entre velas e inciensos para crear una buena atmósfera.

Juan Pablo lucha para no ser invisible, para preservar una dignidad que ni la calle puede robarle. “Tengo que funcionar como una persona, esto no lo puedo perder. Si te hundes te tiras a las vías del tren, te destrozas”, dice. Sin embargo, mantener la dignidad tiene un precio: “No das pena y no obtienes tanto dinero”. "Hay quien se piensa que esto es un chiringuito del rastro y que yo a las 22 h me voy a casa. ¡No! Sigo siendo un puto sintecho por más bien vestido que vaya. Estoy aquí de lunes a domingo, 24 horas al día”, explica.

La mayoría de los vecinos lo aceptaron desde el primer día, a pesar de que algunos lo saludan y le hablan cuando van solos pero, de repente, cuando aparecen con alguien más, ni lo miran. Instalado en el espacio que hay entre dos bloques de pisos, tiene un techo que le permite resguardarse y tener cierta intimidad en la parte de atrás. “Soy el sintecho con techo”, ironiza. Se ha ganado el respeto del vecinos. En menos de dos minutos, recibe dos paquetes envueltos. Son yogures que le traen trabajadoras de la escuela de la Sagrada Familia. Más tarde, otra chica pasa con una fiambrera llena de macarrones. “No tengo el de ayer”, dice él. “Ningún problema, mañana”, responde ella sin pararse.

La comida y la ducha

La comida le sobra. La comparte, si hace falta, con otros sintecho que pasan por ahí. Giuseppe le guarda alimentos en la nevera para que no se estropeen. En el bar paquistaní de la esquina también le reservan un espacio para guardar la comida. A veces la gente le deja algo pagado en el bar, sin ni avisarlo, con la complicidad del restaurador italiano. Y cuando se trata de calentar alguna de las fiambreras que le traen, o tira de los bares amigos o del gimnasio de la esquina, que tiene microondas. Juan Pablo se hizo socio –paga 31,80 euros al mes para tener cinco horas de acceso– para poderse duchar. Durante las fases más estrictas del confinamiento el gimnasio cierra, y esto es un problema. Por suerte, un par de vecinos del barrio se lo han llevado a su casa para que pueda ducharse. La higiene es básica para mantener la dignidad y a la vez continuar pudiendo interactuar con los vecinos. Puede ser una barrera insuperable. Por eso, también está muy agradecido a su “ángel de la guarda”, Graciela, una mujer que periódicamente le lava la ropa. La primera vez se la trajo planchada y bien plegada, y él le prohibió que lo volviera a hacer: “Tengo dos tendederos”.

Hace un año y medio que la vida se le descontroló. Empezó una relación que lo llevó a una “vida desenfrenada” que no supo parar. Vendió un piso en Canet de Mar y después de muchos años trabajando de comercial acabó lavando platos en un hotel pensando que saldría algo. “Pero todo fue muy rápido, de un día para el otro me quedé en la calle”. Los 9.000 euros que consiguió vendiendo el coche fue lo último con lo que intentó resistir. Como había trabajado mucho tiempo en negro no puede acreditar nada y no tiene derecho a ayudas. Vive de lo que vende y de las monedas que le da la gente.

A pesar de que el barrio lo ha hecho suyo, vivir solo en la calle, con un ojo abierto de madrugada por miedo a ladrones o violentos –hace poco, muy cerca, mataron a un sintecho –, desgasta muy rápido. Se aferra a sus dos hijos para seguir adelante. “Si no fuera padre, me podría dar por vencido”, sentencia con el rostro serio. Cuando habla de ellos dos la locuacidad desaparece. Las palabras cuestan más de articular cuando recuerda que su hija mayor se presentó un anochecer a su pequeño refugio. “Lo primero que haré cuando tenga un trabajo y una casa será estar un fin de semana con mis hijos”. Por eso, consciente de los errores cometidos, reivindica una oportunidad: “Soy válido, quiero salir de aquí, quiero tener una casa, una puerta”.

"Son los grandes olvidados, pasamos por delante suyo y no los vemos"

El Cèsare viu al Passeig de Gràcia de Barcelona

Cada dos esquinas una persona durmiendo en la calle, parapetadas dentro de algún portal o en el trozo de mármol que sobresale de un escaparate. Es el centro de Barcelona. Es lunes por la noche. Hay toque de queda. En el desértico Passeig de Gràcia, la calle de la abundancia, hay hasta cuatro sintecho durmiendo en pocos metros, en el tramo entre Plaça Catalunya y Gran Via.

A las ocho del anochecer los voluntarios de la Fundació Arrels empiezan su ruta para repartir certificados a los sintecho, documentos para que el toque de queda no les comporte ninguna multa. En Plaça Catalunya hay 24 voluntarios. También salen desde Sants y Sagrada Familia. En total, en dos horas reparten 73 certificados. Gisele y Francesca se encargan de la parte baja del Eixample Dret. Primero suben Casp, después Gran Via, y van subiendo en zigzag hasta que el toque de queda les marque el final. Hacen unos cuántos kilómetros a ritmo acelerado, cada una por una acera, con la mirada entrenada para encontrar en las calles perpendiculares del entramado del Eixample esa figura que se resguarda en un portal.

Gisele es de Buenos Aires, donde estaba acostumbrada “a ver a mucha gente en la calle”, pero cuando llegó a Barcelona hace un año y vio a tanta gente durmiendo a la intemperie se quedó “impresionada”. “Tenía la idea de que España era primer mundo y de que esto no pasaba”, admite. Apenas arranca la ruta, cruzando Passeig de Gràcia, ya se encuentran a dos sintecho bajo la estructura de unas obras. Uno de ellos, Cesare, un hombre de Calabria que fuma tranquilamente a pocos metros de alguna de las tiendas más lujosas de España, descalzo y rodeado de mantas.

A Francesca, la vertiente solidaria se le disparó durante el primer confinamiento, cuando tuvo mucho tiempo para pensar. “Son los grandes olvidados, pasamos por delante suyo y no los vemos. Con saludar bastaría para que se sintieran personas”, dice esta italiana. En Bailèn se encuentran a más gente. Kador es un “bereber catalán” que lleva en la calle desde 2011, cuando murió su madre y perdió el piso de Bon Pastor. Francisco duerme en la calle desde hace tres años, cuando se divorció. Tiene 69 años y no quiere volver a Portugal porque no quiere ser una “carga para su hermana”. Acaban repartiendo diez certificados. Cinco personas no lo quieren. Son 15 de las más de 1.230 personas que duermen en la calle en Barcelona cada noche.

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