Ferran Sáez Mateu

España sin proyecto

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Felipe González i Pedro Sánchez, aquest dimecres, a l'Hospitalet. / MANOLO GARCÍA

A pesar de que, a día de hoy, el balance que se puede hacer de la primera legislatura de Felipe González, entre el otoño de 1982 y el verano de 1986, sea muy ambivalente -con ataques frontales contra Cataluña como la LOAPA incluidos-, es necesario reconocer que se basó en un proyecto político ambicioso y definido. Hace 34 años, el PSOE representaba una alternativa no sólo a la moribunda UCD sino también a diferentes rémoras del franquismo: desde un estamento militar minado por elementos recalcitrantes de extrema derecha hasta un sistema judicial que parecía de otra época, pasando por las improductivas empresas heredadas del franquista Instituto Nacional de Industria (INI). Repito que si hacemos el balance con fecha de 2016 la cosa queda muy deslucida, evidentemente. En relación a Cataluña resulta, de hecho, indefendible; entre las clases medias y populares españolas, en cambio, el legado es percibido positivamente. Resumiendo mucho, González tenía entre ceja y ceja tres proyectos que convergían en una misma idea, la de la modernización de España en el contexto de la Unión Europea (UE). Esto implicaba unas cuantas peripecias de final incierto: a) desmantelar la minería y la industria naviera de Asturias y Galicia, respectivamente, ambas ya inviables desde hacía décadas, lo que suponía un desgaste político brutal a corto plazo; b) transformar Andalucía en "la California de Europa", en expresión de Alfonso Guerra; c) integrarse en la OTAN como primer paso para formar parte de la UE y consolidar la relación con los Estados Unidos. Estos tres objetivos, y el proyecto general en el que convergían, pueden gustar más o menos, pero resulta indiscutible que al menos formaban parte de un plan de transformación radical de muy altos vuelos.

¿Cuál es el proyecto de Pedro Sánchez? Que yo sepa, ninguno. ¿Y el de Rajoy? Tampoco lo conoce nadie. ¿Y el de Rivera, y el de Iglesias? En ambos casos se trata de retocar cosas irrelevantes pero a la vez vistosas, de tunear presente en clave populista. Nada más, sin embargo. En el año 1982 en España había, en cambio, un proyecto encabezado por Felipe González que obtuvo el apoyo de la mayoría absoluta de los ciudadanos. Hoy, un proyecto de estas características no existe. En este sentido, la aproximación entre Pedro Sánchez y Albert Rivera tiene un trasfondo puramente gestual: ni siquiera dispone de un recorrido aritmético. Esta falta de visión y de ambición colectiva muestra también la debilidad y la falta de reflejos de una sociedad civil española no muy acostumbrada a dar su opinión, con la excepción de momentos muy puntuales. Pero la prueba del nueve se llama Cataluña. Ni los políticos, ni las élites económicas, ni, en general, los ciudadanos de España son partidarios de una eventual secesión, pero a la vez carecen de una alternativa real, en forma de proyecto atractivo y creíble que la desactive. A día de hoy, el movimiento soberanista ya no es percibido ni como un suflé, ni como una anécdota política, ni como una respuesta extemporánea a la crisis. Saben que, tarde o temprano, el estatus político-administrativo de Cataluña variará sustancialmente. Saben también que la amenaza de un boicot, tanto económico como político en el seno de la Unión Europea, no detendrá el proceso a largo plazo, a pesar de que, como no podía ser de otra manera, tenga ahora efectos en ciertas franjas del electorado. ¿Por qué no reaccionan, pues?

Yo creo que aquí ha habido dos periodos muy diferentes. En un primer momento, la actitud estaba basada en la pura incredulidad: el giro de la política catalana se leía en clave de un malestar que el tiempo iría apaciguando. Más recientemente, sin embargo, lo que ha pasado es otra cosa muy distinta: la ausencia de un proyecto común atractivo en el que Cataluña tenga cabida desvió la acción política hacia la esfera judicial. Es la situación que vivimos en la actualidad y, como se ha visto recientemente, sitúa a jueces y fiscales en una posición muy incómoda e, incluso a medio plazo, insostenible. Es exactamente por eso por lo que he empezado este artículo haciendo referencia al más que cuestionable proyecto político de Felipe González el año 1982. Era todo lo cuestionable que quieran, sin duda; pero lo que no puede negar nadie es que era justamente un proyecto de verdad.

Desde las pasadas elecciones, el debate político entre Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera ha sido inusualmente insustancial y, en algunos momentos concretos, patético. Habiendo constatado el agotamiento del autonomismo; habiendo descartado la quimera de un federalismo sin federalistas; habiendo visto con nitidez que la promesa de un referéndum no es seria, ¿qué queda? La pregunta que hago es retórica, evidentemente.

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