Irak, entre la muerte y el exilio

Mónica García Prieto
3 min
Protesta contra l'assassinat de Hisham Al-Hashim, a la plaça de Tahrir, a Bagdad

Para muchos amigos y seguidores, Hisham al-Hashimi era un mártir viviente. Su decisión de permanecer en Irak pese a las múltiples amenazas que recibía, sumada a su enérgico discurso en contra de las milicias y en pos de la recupeación del control del país, antes ocupado por los norteamericanos y hoy por los iraníes, le convertían en un objetivo.

Su condena llegó en otoño, cuando el levantamiento en la Plaza Tahrir congregó a iraquíes de toda secta y condición en contra de la vastísima injerencia de Teherán que ha hecho del otrora poderoso Irak una mera provincia de lo ayatolás. Su encendida defensa de las protestas y su discurso a favor del desmantelamiento de las milicias, dirigidas por los políticos que controlan Irak, molestaban a demasiados intereses.

Durante años, fue una de las voces más sólidas de Irak. Cuenta uno de sus mejores amigos, el analista Raed al-Hamed, que conoció a Al-Hashimi en 2005, dos años después de que éste saliera de prisión, encarcelado por Saddam Hussein. Durante la invasión, fue detenido por los norteamericanos y encarcelado en Camp Bucca.

En 2005, tras ser liberado, se refugió en Damasco pero el régimen de Bashar al-Assad también le arrestó: tras pagar por su liberación 30.00 dólares, recuerda Hamed, regresó a Irak como asesor político sobre grupos radicales, aprovechando el conocimiento adquirido a su paso por celdas compartidas con extremistas.

Su especialidad era el Estado Islámico de Irak y Al Qaeda, pero la caída del califato en Irak le acercó a Hashd al-Shaabi, Fuerzas de Movilización Popular, una amalgama de milicias chiíes pro-iraníes que combatieron para aplastar a los yihadistas del Daesh. A medida que aquéllos tornaron sus armas contra la población civil en 2017, en especial durante las protestas cívicas de octubre, la opinión de Hashimi cambió radicalmente.

Comenzó a plantear en sus comparecencias, redes y artículos la necesidad de llevar a las milicias ante la Justicia e integrar a sus miembros en el sistema de seguridad iraquí como fuerzas nacionales y no sectarias. Irak no es una democracia, ni una dictadura, es más bien un reino de taifas donde decenas de milicias financiadas por países vecinos imponen su ley a fuego. El primer ministro, Mustafa al-Khadhimi, intenta frenar a los grupos armados sin éxito: el poder de las milicias supera con creces el de las fuerzas regulares iraquíes.

Cuentan sus amigos que Al-Hashimi, uno de los más valorados expertos y miembro del Consejo Asesor Iraquí, llevaba tiempo sopesando trasladarse a un destino más seguro, como Turquía o Erbil, temeroso de perder a su mujer e hijos en atentado. La pandemia frustró sus planes. A sus ejecutores no les frenó el virus. Le tirotearon a bocajarro el 2 de julio, en Bagdad, en un asesinato con múltiples interpretaciones. Nadie duda de que la autoría corresponde a Kataeb al Hezbollah, uno de los grupos armados afines a Irán que actúa con total impunidad.

“Es un triple mensaje”, explica Sali, de 24 años y participante en las manifestaciones, en conversación telefónica desde Bagdad. “El primero va destinado a los intelectuales, para que dejen de hablar a favor de las protestas. El segundo, al primer ministro, para que sepa lo que le espera si intenta desmantelar las milicias. El tercero va por nosotros, y viene a decir que si persistimos, nos espera su mismo destino”, dice con tristeza. “Con Al-Hashimi, perdemos la esperanza de que Irak deje de ser un país gobernado por milicias. Para nosotros, significa que el destino de los iraquíes sólo tiene dos salidas: el exilio o la muerte”.

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