Los bolardos no evitarán más atentados

La experiencia de ciudades como Kabul demuestra que ninguna barrera sirve para frenar a una banda de fanáticos

Monica Bernabé
4 min
Les pilones no evitaran més atemptats

Tras los bárbaros atentados de Barcelona y Cambrils, el Ayuntamiento de Lleida ha instalado estos días grandes jardineras en los accesos de las calles del Eje Comercial para dificultar la circulación de vehículos y reforzar así la seguridad en esta zona del centro de la ciudad. Palma lo hizo el viernes: colocó grandes barreras de hormigón en la plaza de la Porta Pintada, y unas cuantas jardineras en la plaza de España y en la calle de San Miguel.

El asunto también ha sido motivo de polémica en Barcelona. El Ayuntamiento e Interior se han culpado mutuamente de que no hubiera esta protección en la Rambla y algunos aprovechan la ocasión para enfrentar las dos instituciones. La Junta de Seguridad Local, donde están todas las fuerzas de seguridad implicadas, había decidido no poner pero sí reforzar la presencia policial, aunque esta semana volverá a estudiarlo. ¿Pero los bolardos realmente hubieran evitado el ataque?

Quizás sería interesante abrir un poco el prisma y analizar qué ha pasado en ciudades no occidentales duramente sacudidas por el terrorismo en los últimos años. Durante una década, entre 2006 y 2016, he sido testigo de la metamorfosis de Kabul, la capital de Afganistán, que se fue transformando poco a poco y precisamente a golpe de atentados.

Cuando llegué a Kabul en 2006 para trabajar como periodista, se podía circular por todas las calles de la ciudad. Sólo había una vía donde el tráfico de vehículos y personas estaba restringido: la calle de la embajada de Estados Unidos. El resto de la ciudad era un auténtico hervidero de gente y de coches. Un caos lleno de vitalidad.

El 14 de enero de 2008 un ataque contra el Hotel Serena, el más lujoso de la capital y en teoría el más seguro, supuso un primer cambio en la fisonomía de la capital. Cuatro terroristas disfrazados con uniformes de la policía afgana asaltaron el establecimiento. Tres llevaban cinturones con explosivos y el cuarto hizo saltar por los aires un coche bomba en la entrada del hotel. Ocho personas murieron, entre ellas un periodista noruego.

Después de aquel atentado se colocaron barreras para controlar el acceso a algunas calles de Kabul donde residían extranjeros o donde había embajadas y oficinas de medios de comunicación internacionales. Asimismo, los restaurantes frecuentados por occidentales instalaron escáneres de detección de metales y dobles compuertas a la entrada. Parecían bunkers en lugar de espacios para disfrutar de una comida. Pero aquellas medidas, aunque surrealistas, daban seguridad y sobre todo tranquilidad a los extranjeros que vivíamos en Kabul.

El 17 de enero de 2009 otro atentado suicida frente a la embajada de Alemania en la capital afgana hizo adoptar medidas aún más drásticas. Se decidió entonces crear la llamada zona verde. Es decir, un área donde está totalmente prohibida la circulación de vehículos y los accesos están controlados por agentes de la policía afgana. En esta zona se sitúan la mayor parte de embajadas extranjeras y el cuartel general de la OTAN.

También entonces se colocaron bloques de cemento frente a los edificios oficiales. Los bloques eran inicialmente como los que se han instalado en Palma -de medio metro-, pero luego Kabul se fue llenando de mastodónticas paredes de hormigón de hasta tres o cuatro metros de altura que conferían a muchas calles el aspecto de bases militares.

Los atentados, sin embargo, continuaron. Como los edificios oficiales eran cada vez más difíciles de atacar, las casas particulares donde vivían extranjeros que trabajaban sobre todo para la ONU se convirtieron en blanco de los ataques. El 28 de enero de 2011 los talibanes también asaltaron un supermercado de la cadena Finest, popular en Kabul porque vendía productos occidentales. Nueve personas murieron. A partir de entonces, todos los clientes eran sometidos a un registro antes de entrar, y se impuso hacer la compra a toda prisa.

El 11 de diciembre de 2014 un suicida se inmoló durante la representación de una obra de teatro en el Centro Cultural Francés de Kabul. El ataque parecía un ensayo de lo que sería después el aterrador asalto a la sala de fiestas Bataclan, en París. El público en Kabul pensó inicialmente que la explosión formaba parte de la puesta en escena, pero los gritos de dolor de los heridos dejaban claro que no era teatro.

El verano del año pasado viajé a Kabul. Casi no quedaba ningún extranjero y los pocos que permanecían en la ciudad vivían encerrados en recintos casi militares. Casi todos los restaurantes que los occidentales frecuentaban en el pasado habían cerrado y los míticos supermercados Finest estaban desiertos: no tenían clientela. Ya no se representan obras de teatro en la ciudad, ni se realizan conciertos, y todo el mundo intenta evitar las aglomeraciones de gente. Sólo quedaban, eso sí, los grandes bloques de hormigón.

El 31 de mayo pasado Kabul vivió el peor atentado de su historia. Un camión cisterna de recogida de aguas sucias, cargado con casi 1.500 kilos de explosivos, causó una carnicería: 90 muertos y 450 heridos, la mayoría civiles. La explosión fue tan bestia que los gigantescos bloques de cemento que debían proteger la embajada alemana no evitaron daños al edificio diplomático. Tras el ataque, el presidente afgano, Ashraf Ghani, declaró: "Tal vez no tiene ningún sentido que haya bloques de hormigón" en la capital.

Ni los bolardos, ni los bloques de hormigón, ni absolutamente ninguna barrera servirá para frenar una banda de fanáticos. Cuando hay una fuga de agua, la solución no es detenerla poniendo obstáculos, sino ir a la raíz del problema. ¿Cómo se financia el Estado Islámico? ¿Quién le apoya? ¿Como es posible que chicos que han crecido aquí acaben radicalizándose? ¿Por qué se sienten marginados?

Uno de los grandes errores de la comunidad internacional en Afganistán fue no contar con los imanes para fomentar cambios sociales, a pesar de que es un país profundamente conservador y religioso. Aquí también sería un gran error no extender la mano a la comunidad musulmana para saber qué falla y cómo podemos salir de este círculo de violencia.

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