Que se pudran en la cárcel

El empeño por castigar a los independentistas a toda costa empieza a tener un coste inasumible para la democracia española

Joaquín Urías
3 min
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La Constitución española sostiene que las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social. Tras la dura experiencia de la dictadura, los optimistas constituyentes de 1978 soñaban con acabar con el uso de la cárcel como instrumento de represión.

En el ideal democrático radical la prisión es un mal menor. Su función esencial no es ni el castigo ni la venganza social, sino retirar de la sociedad a personas peligrosas para la colectividad mientras se consigue su recuperación.

En los tiempos que vivimos ese planteamiento se ha vuelto una ilusión inalcanzable. El populismo punitivo extendido por toda la sociedad lleva a unos y otras a reclamar constantemente penas más duras contra todos los delitos imaginables. La masa enfurecida ya no pide libertad sino que a la mínima grita ¡más cárcel!.

En medio de este afán de venganza la ley resiste como última garantía de la prisión constitucional. Cumplido un tiempo mínimo de condena, los reclusos tienen derecho a acceder a determinados beneficios penitenciarios que los preparen para la vida en sociedad. Según la ley, inspirada por los ideales humanistas impuestos por la Constitución, la duración efectiva de la privación de libertad depende de la evaluación individualizada que se haga de los progresos de cada interno.

Es lo que ordena la ley, por más que en la realidad la carencia de medios y recursos adecuados lleva con demasiada frecuencia al automatismo y a evaluaciones demasiado superficiales.

Estos días, sin embargo, el Tribunal Supremo parece decidido a terminar de una vez con todas con el optimismo democrático de la Constitución. Y, como en tantas ocasiones, la excusa son los independentistas catalanes.

La sentencia del Procés, dictada en un contexto politizado, condenó a penas desproporcionadamente duras a líderes sociales y políticos. Lo hizo, sin posibilidad de apelación e incluso a costa de inventarse un delito hasta entonces inexistente. El Tribunal Supremo apenas intentó disimular la intención predeterminada de defender el principio de la unidad de España castigando severamente a quienes más hubieran sobresalido como líderes secesionistas.

Ahora, al suspender los beneficios penitenciarios de los condenados, viene a ratificar que su objetivo es la venganza y el escarmiento. Los Autos que tumban las medidas que las juntas de tratamiento penitenciario y algunos jueces de vigilancia habían acordado para suavizar la prisión y favorecer la reinserción de los condenados desprecian el ideal constitucional.

Básicamente, el Supremo los motiva con dos argumentos.

Por un lado dice que el programa de reinserción solo es válido si se conecta con el delito de sedición. Es decir, que las prisiones deben reeducar a los independentistas para que dejen de querer convocar manifestaciones y consultas populares.

Sostiene el Supremo que eso no va contra su ideología, puesto que hay un independentista en el Gobierno de la Generalitat. Como si la ideología protegida constitucionalmente fuera tan solo la de votar por un partido u otro y no fuera ideología la movilización social, el derecho a decidir o incluso la desobediencia civil.

No contento con eso, sostiene el Tribunal Supremo, en sus Autos y en la nota de prensa que todos los medios han llevado a sus titulares, que los beneficios son prematuros. La ley no fija un tiempo mínimo para estos beneficios. No se conceden por la cantidad de tiempo cumplido sino por las posibilidades de resocialización. Incluso en el caso de los presos que ya han cumplido la cuarta parte de su condena, que es el tiempo usualmente exigido para acceder al tercer grado, al Supremo le parece prematuro.

Para el Supremo, en contra de lo que dicen la Constitución y las leyes, lo importante es que estos presos pasen tiempo suficiente en la cárcel. Los mandó a prisión para castigarlos y no va a permitir que una concepción democrática o constitucional de la prisión frustre su acto de venganza.

Este empeño por castigar a los independentistas catalanes a toda costa empieza a tener un coste inasumible para la democracia española. El Tribunal Supremo, politizado y obnubilado por su afán justiciero, sigue forzando las costuras del sistema democrático.

En algún momento de su deriva, el máximo órgano judicial español ha olvidado que es más importante vivir en una democracia constitucional que mantener la integridad territorial del Estado.

Vivimos horas tristes en las que la principal amenaza al Estado de Derecho son, precisamente,

algunos jueces.

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