Querella entre dos países

Suso De Toro
5 min

Las diferencias y problemas entre Catalunya y España son varias y de diversa índole. Por sí mismas, todas podrían tener solución política, pero no la tendrán fácilmente porque el diálogo es imposible.

Las relaciones de poder son claras. España es el estado, con todos sus instrumentos y poderes. Por su lado, Catalunya está encarnada principalmente por la ciudadanía, una parte sustancial de la población está muy movilizada y la gran mayoría da su asentimiento a aceptar las decisiones tomadas colectivamente. Lo más interesante de lo que revelan las encuestas no es tanto la base social del independentismo cuanto la voluntad de la mayoría de aceptar las decisiones colectivas, un verdadero consenso nacional. Sobre esa ciudadanía movilizada y en debate, Catalunya cuenta con una administración propia, aunque limitada y condicionada por el Estado.

No es un pulso fácil para ninguna de las dos partes y, naturalmente, tiene costes para todos. No solo para Catalunya. Conviene saber que también España lo paga. El éxito político del 9-N causó en la sociedad española confusión y desconcierto, y sentimientos de rabia y humillación en sectores importantes.

Si alguien con capacidad quisiese gestionar el conflicto, buscaría mediadores, y éstos se encontrarían con una evidencia inesperada: que, aparte de las diferencias por asuntos económicos y políticos, España y Catalunya viven en dos tiempos históricos distintos y muy diferentes.

En cuanto al Estado y al poder –piensen en la Corte–, allí lo que ocurre en Catalunya es "un problema político". Los poderes cortesanos no comprenden la profunda raíz histórica de la reivindicación nacional catalana porque siempre les interesó negarla, y ahora son víctimas de esa ignorancia interesada: aunque lo quisieran, no comprenderían nada de lo que está ocurriendo con los catalanes.

No es una incomprensión debida a que se hablen dos lenguas distintas –aunque en Madrid no sepan hablar catalán, en Catalunya sí saben hablar castellano–, sino a que se viven dos historias distintas. Lo que para los poderes del Estado es un problema español clásico que ahora tiene un nuevo episodio, que está precipitando el fin del régimen político, para los catalanes es un trance colectivo dentro de una historia nacional agónica. La diferencia es que Madrid se enfrenta, tremendamente mal, a un problema político, pero una parte determinante de la sociedad catalana está viviendo una lucha por la existencia histórica.

Recientemente, la vicepresidenta del gobierno visitó Barcelona, coincidió en un mismo acto con el president de la Generalitat y hubo una disputa por el protocolo: ¿qué figura prevalecía allí? La vicepresidenta no comprendía lo que es la Generalitat, y pensó que era un cargo administrativo del estado. No comprendía lo que es políticamente. No comprende que cuando el actual president se refiere a si mismo como el president ciento veintinueve, como quien ocupa una institución que se remonta al siglo XII o XIII, lo cree, y para él y para muchos otros catalanes es real. El españolismo, amparado en el confort del estado con su argumento y sus celebraciones, no imagina que Mas obtiene su realidad de la memoria de Macià y Companys. Creyendo los propios estereotipos del españolismo, creen que a los catalanes los mueve meramente el interés monetario y que lo de la lengua es una tontería cursi y sin valor. Lo decía hace poco una exministra, socialista, con todas las letras: el catalán no sirve para nada. Desconocen la vigencia de antecedentes como la proclamación de la República catalana, por ejemplo.

Madrid, y por lo tanto España, no conoce y no comprende la fuerza que tiene la memoria histórica en las comunidades humanas que no tienen estado. Por otro lado, esos episodios son tan reales o más que las invocaciones que se hacen cada día desde el estado y desde los partidos sobre Isabel y Fernando y los cinco siglos de "unidad nacional". Y, también, a la gloriosa y ejemplar Transición, nuestro mito más reciente.

La batalla por la Historia es fundamental en todo proceso de construcción nacional, lo fue para los historiadores nacionalistas españoles, desde Modesto Lafuente a Menéndez Pidal, lo fue también para el político y ensayista Valentí Admirall y para los historiadores vascos y gallegos.

La situación actual es que la serie de TVE "Isabel" resume muy bien el asentamiento sin rival del esencialismo y del casticismo como ideología nacional española. En ese nacionalismo nos educaron, y aún siguen educando a generaciones de españoles tanto en la escuela como, sobre todo, desde los partidos estatales, sus gobiernos y los medios de comunicación madrileños, impermeables a cualquier lengua que no sea el castellano o el inglés. Las otras culturas nacionales permanecieron encerradas en sus territorios, y el monolingüísmo, unido a la conciencia de nación única, es lo único que conocieron los habitantes del estado español. Seguramente, debido a que la existencia de los catalanes es una evidencia que se ha impuesto y la gente se ha tirado a hablar de un federalismo del que nadie quería oír nada en Madrid hace unos meses, empezaremos a oír canciones en catalán; quién sabe si también en euskera o gallego.

El problema que tuvo Zapatero cuando quiso encajar un nuevo estatut –un intento final por actualizar una Constitución que ya estaba extenuada– fue que la derecha española movilizó ese nacionalismo. Recuérdese que la campaña de recogida de firmas contra el Estatut que realizaron Rajoy su partido llegó a la xenofobia anticatalana explícita. Pero el rechazo a la pretensión catalana se alimentaba de un ingrediente profundo del nacionalismo español, el anticatalanismo, y las décadas tras la muerte de Franco no hicieron nada para informar a la población de la existencia de esa diversidad cultural y nacional, reinó el casticismo.

Mientras existió, ETA fue un catalizador de la nación española unida y centralizada frente al terror. Desde hace cuatro años, es Catalunya la palanca que sirve para unir a los españoles. Se trata de una perversión de la vida cívica, es unirse contra un enemigo interior, no en base a un proyecto común e integrador.

En la sociedad catalana hay un argumento de soberanía, independencia, estado propio, muy claro y verosímil. En el estado español no existe en absoluto un proyecto colectivo. Ése es el ingrediente inexcusable para empezar a hablar de una nación, y España, más allá de la selección de fútbol, no lo tiene. La realidad es que España es un estado sin entidad ni dirección nacional y Catalunya una nación sin estado.

Efectivamente, mientras España sea incapaz de cambiar su cultura nacional con Catalunya o con cualquier nacionalidad interior, solo queda "conllevarse", como repetía aquel famoso intelectual españolista. Y conllevarse es pactar. Aunque sea a contragusto, al menos eso tendrán que hacer.

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