Son 48 millones (y son niños)

Hemos aprendido que la vivencia que la madre tenga de su embarazo afectará al hijo. La importancia de la lactancia. Que el afecto de los primeros meses es vital. Y una educación sin gritos. Como apartar premios y castigos y sustituirlos por las consecuencias. Que aprendan música enseguida, e idiomas, y natación. Que la fiesta infantil no discrimine niños, y que el regalo, mejor si es compartido. Que duerman bien las horas. Las mochilas poco cargadas para cuidar su espalda. Cuidado con la sobreprotección y los padres y madres helicóptero. Tenemos que cambiar la escuela, adaptarla a la nueva realidad. Etcétera, etcétera. Dedicamos psicología, pedagogía, literatura y un montón de debates a educar a las criaturas tan bien como podemos. Y sabemos y sufrimos por la importancia de cada detalle que arraigue en su formación.

Y mientras tanto, preparando el horario de extraescolares 2016-17 o forrando libros o ayudando a completar el cuaderno de verano a última hora, Unicef nos dice que la mitad de los refugiados del mundo son menores, aunque los niños sólo son una tercera parte de la población del planeta. Que 28 millones de niños han sido expulsados de su casa como consecuencia de conflictos y guerras y 20 millones más por la miseria y el hambre. Que en sólo 10 años se ha doblado el número de niños refugiados acogidos por ACNUR. Que son un colectivo vulnerable que puede sufrir desnutrición o caer en manos de mafias que los pueden explotar.

Conciliamos el miedo al trauma de nuestro niño porque no le han invitado a la fiesta con la asunción de que 48 millones de criaturas campan por el mundo absolutamente indefensas. El dolor de estómago que tendremos domingo preparando las nuevas mochilitas de los nuestros con una realidad donde hay niños que pasan meses con una sola mochila buscando un lugar donde caer vivos. Si tienen la suerte de no haber encontrado antes un lugar donde caer muertos.