David Miró

La locura catalana

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ESCENES D’UNS MOMENTS TRANSCENDENTALS 
 01. David Fernàndez i Artur Mas, que tenen una bona relació, la setmana passada al Parlament. 02. El consell polític de la CUP, reunit la nit de l’última cimera. 03. Els tres diputats han actuat com els portaveus de la formació.

Los periodistas sabemos que quien controla el lenguaje tiene las de ganar, porque será capaz de crear un marco conceptual propicio a sus intereses. Por eso intentamos ser cuidadosos con la elección de las palabras y tenemos debates apasionados sobre la intersección entre semántica (lo que quieren decir las palabras) y semiótica (cómo son interpretadas por el lector). De manera quizás inconsciente, como un virus que se transmite por el aire y se te inocula de manera inadvertida, de un tiempo a esta parte se ha instalado entre la periodística española la costumbre de tildar el independentismo catalán de locura. Así, sin más. Los latiguillos que más se utilizan van desde la susdicha “locura” hasta el “desvarío”, pasando por la “demencia colectiva” de la que hablaba Manuel Vicent en un artículo en El País. Es un fenómeno paralelo al que, en los años de plomo de ETA, parecía obligar a intercalar siempre la construcción “barbarie terrorista” en cualquier contexto y circunstancia.

El mecanismo opera en el cerebro tanto del articulista como del lector como una especie de sello de garantía. Una vez hecha la descalificación genérica del independentismo, y por lo tanto fijado el terreno de juego común, ya podemos continuar la lectura con la tranquilidad que da saber que estamos los dos en el mismo lado. Es una marca que utilizan sobre todo aquellos que pueden ser sospechosos, tanto por su origen (Vicent es valenciano y no castellano viejo) como por la ideología. Es un salvoconducto contra la Inquisición.

Pero más allá de los motivos psicológicos y de intereses personales (¿quién osará cuestionar el relato oficial del medio que te da de comer?), me interesa llamar la atención sobre las consecuencias, terribles, de esta estratagema. Porque, ¿qué significa atribuir la condición de “loco” a alguien, sea Mas o, sobre todo, los dos millones de personas que votaron a favor de la independencia el pasado 27-S? En primer lugar conlleva la negación de cualquier diálogo posible. Con los locos no se habla y mucho menos se negocia. Si acaso se les encierra o, en el mejor de los casos, se los medica y se les aplica un tratamiento de choque que les haga volver al mundo de la cordura, de la gente normal, como le gusta decir a Mariano Rajoy. La consecuencia inmediata es la deshumanización del conjunto de los independentistas. Dejan de ser personas adultas con capacidad de raciocinio, individuos a los que hay que tener en cuenta, para pasar a ser alguien de quien se puede prescindir en el debate público. De ahí que en las declaraciones de los máximos dirigentes españoles, a excepción quizás de Pablo Iglesias, nadie crea conveniente dirigir algún mensaje a este colectivo más allá de alguna reprimenda en términos infantiloides, como el padre que se niega a aceptar la condición gay de su hijo y lo castiga con la incomunicación. Y por el contrario sólo la mitad que se considera normal y aceptable merece su atención: “¡Nadie os convertirá en extranjeros en vuestra propia tierra!", se les dice.

Pero eso no es lo peor. Calificar la opción política de la mitad de la población catalana de “locura” es el primer paso para desconectar realmente Cataluña de España, de instalarse en un esquema neocolonial entre blancos (sensatos/superiores) y negros (inferiores/dementes), en definitiva de convertir en irresoluble un conflicto que debería abordarse en una mesa de negociación. Porque ¿qué gobierno español podrá justificar una negociación seria con alguien a quien se ha caracterizado como un desequilibrado, manipulador, corrupto, iluminado y autoritario? La campaña denigratoria de hoy es la semilla de la fractura de mañana. ¿Alguien en Madrid ha pensado en ello?

Y en la raíz del problema está la pereza intelectual cósmica que provoca la cuestión catalana entre las mentes preclaras peninsulares. Nadie parece capaz de hacer el esfuerzo para entender cuáles son los motivos de fondo de esta “locura”. Porque debe de haber algún motivo, ¿no? ¿O todo es producto de un fantástico ejercicio de hipnosis colectiva? Si Manuel Vicent, que lee y escribe en catalán, se hubiera preocupado de consultar por ejemplo el reciente libro de Josep Fontana La identidad catalana, habría descubierto que Artur Mas sí padece una dolencia, concretamente una que se llama catalanismo, que cuenta con muchos antecedentes históricos, y que se caracteriza no tanto por una obsesión identitaria romántica sino por una persistente resistencia al dominio exterior, que conlleva una inquebrantable voluntad de autogobierno; una concepción del derecho en que la justicia prevalece sobre la ley, es decir, sobre el soberano; y un respeto casi reverencial por lo pactado. Y es este el punto crucial. El motor principal del proceso soberanista no es tanto el “España nos roba” como el “España nos engaña”. Pero esto... uf, ¡qué pereza tener que leer artículos sobre esto!

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