En tierra de Egipto

La crisis que viene nos brinda la ocasión de evitar una lenta agonía a la que parecíamos condenados

Alfredo Pastor
3 min
Personal de repartiment de la compra feta per internet a Nàpols, Itàlia

Dudo antes de escribir este artículo, porque imagino que puede ser acogido con escepticismo, incluso con hostilidad. ¿A quién se le ocurre salir con la Biblia en estos momentos? ¿Quién es uno para sermonear a nadie? Los escépticos tendrán razón si lo que sigue acaba siendo un sermón en vez de lo que pretende ser: una mera reflexión personal de quien, careciendo de toda autoridad, cree que es su obligación citar sus fuentes.

Para los creyentes, la principal lectura del período de Cuaresma en el que estamos es el Libro del Éxodo, del Antiguo Testamento. El Éxodo narra un episodio de la historia del pueblo de Israel: Jehovah lo libera de la esclavitud que padece en Egipto y, guiados por Moisés, los israelitas vagan por el desierto hasta llegar a la tierra prometida. En el tránsito sufren toda clase de penalidades; tantas, que periódicamente se rebelan contra su guía, al recordarle, al parecer con cierta nostalgia, lo bien que estaban en Egipto, donde eran esclavos, pero tenían de qué comer. “¿Por qué nos sacaste de la tierra de Egipto?” le preguntan una y otra vez. Su insistencia irrita al Señor, y más de una vez es el mismo Moisés quien intercede ante Él, pidiendo para su pueblo la misericordia que siempre obtiene.

La situación actual tiene, incluso para un escéptico endurecido, algún punto de semejanza con la de los israelitas de entonces. No se trata de discutir sobre si alguien nos ha enviado el coronavirus o si éste es un resultado más de la evolución; o si, en caso de haya venido con intenciones, nos merecemos ese castigo; cada cual es libre de contestar esas y otras preguntas del mismo estilo, e incluso de considerarlas irrelevantes o estúpidas. Se trata de contemplar el momento actual como los israelitas que se despertaban en sus tiendas después de una noche particularmente incómoda y se preguntaban cuál iba a ser su futuro.

Bien mirado, nos parecemos mucho a ellos: muchos desearíamos volver a lo que llamamos “la normalidad”. Si la miramos de frente, sin embargo, quizá veamos que es por temor a lo incierto que esa normalidad se nos aparece como un paraíso. No desviemos la mirada de la crisis de los refugiados, último reflujo de conflictos que Occidente ha contribuído a crear, ni de la evidencia creciente de las consecuencias de un cambio climático del que somos responsables pero que no parecemos dispuestos a afrontar; no olvidemos que Europa, la Europa que se arroga el derecho de dar lecciones de moral al resto del mundo, está en trance de romperse al renegar de los principios de solidaridad y de ayuda mutua que un día nos comprometimos solemnemente a respetar. Deberíamos sentir más vergüenza que nostalgia. En lo personal, las evidentes mejoras materiales tienen su cara oscura: aumenta la esperanza de vida, pero sufrimos una lenta decadencia demográfica; aumenta la renta por habitante, pero aumenta la desigualdad; nos felicitamos porque la humanidad ha alcanzado, gracias al progreso científico, un nuevo nivel de conciencia, pero la tasa de suicidios entre los jóvenes es anormalmente alta. El futuro es de nuestra especie, pero no nacen niños, y muchos adolescentes se preguntan por qué han de vivir. Por un momento respiramos aires de libertad, pero hoy somos esclavos de nosotros mismos, de nuestros miedos y de nuestras posesiones. La normalidad a la que deseamos regresar es, en realidad, nuestra tierra de Egipto.

Al imaginar el futuro habremos de convenir que nos espera una gran destrucción de nuestras economías. Pero esa misma destrucción no será el fin del mundo: paradójicamente, nos brinda la ocasión de evitar una lenta agonía a la que parecíamos irremisiblemente condenados. Seguramente nuestras economías se encogerán; es posible que hayamos visto el pico de la globalización. No importa, porque hace muchos años que producimos lo bastante para alimentar a todo el mundo. Por otra parte, las incomodidades que hemos de soportar nos hacen más sensibles a la aparición de muchas privaciones y miserias ocultas en derredor nuestro y nos revelan muchos esfuerzos y muchas entregas que solíamos ignorar. La respuesta que todos estamos dando a esas necesidades hace pensar que muchos descubrirán, en estos días en apariencia tan negros, la felicidad de dar, y que el recuerdo de esa felicidad nos acompañará cuando las personas y los países más ricos hayamos de apretarnos el cinturón para ayudar a los menos afortunados, cuyas defensas frente a una pandemia son muy inferiores a las nuestras. Habrá que hacerlo, si no queremos correr el riesgo de un desmoronamiento general de nuestra sociedad, pero, paradójicamente, esas renuncias nos devolverán la libertad y nos sacarán de una vez por todas de la tierra de Egipto. Seguramente, muchos estaremos ya empezando a saborear esa libertad devuelta gracias al silencio, un don inesperado del confinamiento, que podemos disfrutar cada día cuando salimos a la ventana cada día. Cuídense.

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