Elogio de los mediadores

En 1999, representaciones de ETA y del primer círculo de Aznar se vieron en Zurich

Antoni Batista
4 min

No hay precisión en la fecha ni en el lugar, pero era la primavera de 1999, en la circunvalación de Zurich, y ese día llovía. El obispo Juan María Uriarte (Fruiz, Vizcaya, 1933) se había citado con las representaciones de ETA y del primer círculo del presidente del Gobierno, José Mª Aznar, de cara a consolidar la tregua de Lizarra. Los pesos pesados eran Mikel Albizu, 'Antza', que acaba de salir de la cárcel, y Javier Zarzalejos, abogado entre dos hermanos periodistas, alto funcionario del Estado. Los delegados no llevaban paraguas y el obispo inauguró sus funciones de mediación abriendo el suyo y poniéndose en medio de dos de los interlocutores, uno a cada lado.

La protección de la lluvia era un hecho incuestionable, pero había otro efecto protector de más vuelo: les daba la seguridad de que, mientras estuvieran con él, no los ametrallarían los del otro lado del cobijo. Monseñor Uriarte es psicólogo -teólogos lo son casi de oficio- y con una voz pausada, que pone en metrónomo aún más largo cuando le conviene, lo primero que hizo fue tranquilizarlos. El efecto ansiolítico es una primera función, casi terapéutica, del mediador. El mediador tiene que transmitir paz, en ese caso un preámbulo personal a la paz política que aquel encuentro pretendía.

La segunda función es la de saber escuchar y procurar que los actores hablen sin interrumpirse y respetándose, aunque es obvio que están tan en las antípodas que necesitan una tierra de nadie que suavice el conflicto que les enfrenta. Los hombres de iglesia que son honestos y respetuosos con su ministerio también están dotados para escuchar y callar. En el contencioso vasco, muchos eclesiásticos han hecho funciones de mediación, porque además han estado dotados de una propiedad sin la que la mediación no es posible: tener la confianza de unos y de otros. Uriarte la tenía. Además, era amigo del ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, desde su etapa de obispo de Zamora, por un lado, y por otro lado era tío de Jone Goiricelaya, la abogada de presos y líderes abertzales del nivel de Idígoras y Otegi. El obispo, ahora emérito, también es amigo de Javier Clemente, que tenía una hermana en la cárcel cuando fue a verle a una ciudad castellanoleonesa que le era desconocida y tuvo que preguntar por la catedral. Su informador se rió de que un 'athlétic' de tomo y lomo le preguntara en Zamora dónde quedaba San Mamés.

El abanico ideológico tan amplio de los creyentes, añadido a una estructurada diplomacia y a un Estado -el Vaticano- si es necesario, ha hecho que la Iglesia interviniera en diferentes mediaciones. El nuncio apostólico pasaitarra José Sebastián Laboa resolvió la crisis del general Noriega cuando los americanos invadieron Panamá, y junto a otro clérigo vasco del norte, el cardenal Roger Etchegaray, contribuyó al complejo operativo de mediación para evitar que ETA atentara en los Juegos Olímpicos de Barcelona. Etchegaray ha sido probablemente el diplomático vaticano más importante de la segunda mitad del siglo XX, con misiones delicadas en Cuba, China, Irak... Y es de los pocos que tiene la máxima distinción civil francesa de la Legión de Honor.

Las mediaciones personales son interesantes porque contemplan las distancias cortas, que pueden caber en la envergadura de un paraguas. Políticos y letrados de prestigio han hecho también estas funciones, como el presidente de EEUU Jimmy Carter, la parlamentaria laborista británica Mo Mowlam, pieza capital de la paz irlandesa, o el abogado sudafricano Brian Currin, que también intervino en dicho proceso, así como en la resolución del apartheid o en temas de comisiones de la verdad y derechos humanos en Ruanda y Palestina. Por ahora, es "el" mediador casi por antonomasia. Pero en las operaciones de gran alcance pueden entrar organismos oficiales especializados como el Centro de Diálogo Humanitario Henry Dunant, vinculado a la Cruz Roja y con sede en Ginebra, que también estuvo presente en la paz vasca.

Por fortuna, el conflicto que separa al independentismo catalán de España no reviste la gravedad de los casos mencionados. No es cuestión de comparaciones ni tampoco de abaratar los costes humanos altos de prisiones, exilios, detenciones y porrazos, pero sea como fuere, es de un radio menor e invita a pensar que debería ser de más fácil resolución. Si en Zurich se habló de autodeterminación porque en ausencia de violencia se podía hablar de todo, aún más en el tema catalán, que es pacífico por esencia y convicción.

El papel del mediador entre los partidos catalanes y de ámbito español o, más allá, si acabara aceptándose entre la plaza de Sant Jaume y la Moncloa, de entrada topa con el lío semántico que atraviesa el Procés. Cuando las palabras son manipuladas por demagogias de signo contrario, como diría Espriu, 'vessen de sentit' ("derraman de sentido"), y mientras unos hablan de golpes de Estado y de rebeliones, los demás hablan de presos políticos y república, y desde las razones de cada uno no hay manera de pactar un código común para dialogar cuerdamente. Incluso la palabra "mediador" no se acepta, aunque es bastante explícita y despliega una actividad en el ámbito privado, de las agencias de consumo a las antesalas de los divorcios. Tras el desgaste supremo del muy manido término "relato", ahora proponen el "relator", por puro eufemismo de un lenguaje políticamente correcto que resulta ya angustioso.

Monseñor Uriarte, que nos ha conducido por este artículo, está teniendo un papel importante en la reconciliación. Lo explicó en una sesión académica en la Universidad de Barcelona, con víctimas de ETA, del GAL y de la violencia policial sentados a una misma mesa, y ha reflexionado sobre ello en el libro 'La reconciliación' (Sal Terrae, 2013). Una cuestión muy sensible que también habrá que encarar, empezando por reconocer que media Cataluña recela de la otra mitad, y que la crispación fascista se cierne sobre media España.

stats