Al lado de Sagrada Familia, donde nadie mira

Okupa Casa Cádiz es uno de esos milagros que todavía ocurren en Barcelona

Antonio Baños
2 min
El Mark i la Miroslava, d’esquena als llits, i l’Aleksander, de cara, fills de la família ucraïnesa que viu a l’espai ocupat Casa Cadis.

Hay cosas en una sociedad que son imprescindibles. Por el trabajo que hacen, pero también por el ejemplo que dan y por el camino que abren. Okupa Casa Cádiz es uno de esos milagros que todavía ocurren en Barcelona. Este local, que actúa como refugio autogestionado de gente sin techo, está en la calle Sardenya 277, junto a la Sagrada Familia. Lagarder Danciu es el alma de este lugar: "No se trata sólo de acoger a gente sin techo. Aquí es diferente. Estamos autoorganizados, lo decidimos todo en asamblea, y lo que queremos es crear comunidad, dar fuerza a gente que llega muy dañada". En octubre del año pasado entraron en el local, propiedad de la ciudad de Cádiz, que llevaba catorce años desocupado. Entre la indiferencia de las instituciones, se han ido abriendo camino. Ahora hay una lista de espera de 300 personas. En estos meses han acogido a 80 personas, 25 de las cuales mujeres, y hasta a siete familias. Actualmente 24 personas duermen en Casa Cádiz.

En ella te encuentras con todo tipo de gente. Juan, catalán de mediana edad, que ha encontrado trabajo hace poco pero que todavía no puede permitirse un piso; Habib, refugiado afgano que hace tres meses que duerme en la casa huyendo de la esclavitud. Cruzó Irán, Turquía, Grecia, Francia... Ahora está a la espera de la tarjeta roja de refugiado. O el caso de Mika, que huyó de Georgia por su condición de lesbiana con su hija pequeña. También he encontrado a Lázaro, jubilado barcelonés con una pensión de 600 € a la espera de un piso de alquiler social. Los perfiles son diversos como lo es la pobreza hoy y tan invisibles como interesa a una ciudad-marca global.

Llegan dos jóvenes, Farés e Ibrahim. Me cuentan cómo el azar burocrático puede arruinar una vida. Fares ha tenido suerte y le han renovado el pasaporte. A Ibrahim la renovación le llegó tarde y ahora se encuentra con todas las puertas institucionales valladas y con la marginalidad como destino más probable.

El Ayuntamiento y los Servicios Sociales de la Generalitat no les ayudan ni mantienen ningún tipo de relación con ellos. "De hecho, Servicios Sociales y la policía, en lugar de hacerse cargo de la gente que acogemos, nos traen más", asegura Lagarder. Él es un trabajador social nacido en Rumanía que pasó cuatro años en la calle buscando los mecanismos que llevaban a las personas hasta allí y los defectos de las instituciones hechas para combatir esos mecanismos. Les recomiendo su libro 'Sin techo' (Descontrol, 2017).

Una treintena de vecinos del barrio se han organizado para abastecer el centro de lo más básico. Incluso una jubilada con pensión mínima les compró a plazos la lavadora. Lagarder me cuenta cómo Casa Cádiz ha creado una red de solidaridad (de mujeres básicamente) en un barrio donde el hecho comunitario ha quedado sepultado bajo el turismo.

Lagarder cree, y estoy de acuerdo, que uno de los problemas de la pobreza es que no se ve. Por ello Casa Cádiz está abierta de par en par a la calle con unas sillitas dispuestas en el porche, donde las riadas de turistas indolentes pueden advertir a los residentes. Tanto es así que cuando salgo, un Maserati con matrícula rusa aparca a sus puertas. El contraste es inenarrable. La sordera que padece esta ciudad a menudo duele.

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