Cuándo sobran armas y faltan hospitales

Si todo esto no sirve para enfocar bien las prioridades, ¿cuándo lo haremos?

Jordi Armadans
4 min
Soldats de la UME, a l'aeroport del Prat

"Te noto silencioso ¡y ahora hace falta que digas muchas cosas!”. Un amigo, que claramente confía demasiado en mí y en mi criterio, me reclamaba hace unas semanas que hablara más a raíz de la COVID-19. Le dije que ya decía cosas habitualmente pero que ahora me sentía más cerca de hacer silencio, escuchar a quién sabe y aplaudir a quién arriesga mucho, que hablar demasiado. Y, finalmente, le decía que no hacía falta que hablara mucho: que el virus ya nos forzaría, inevitablemente, a cambiar muchas cosas.

“A pesar de haber discrepado, ahora estaremos de acuerdo” me escribía hace pocos días un colega con quién habíamos debatido sobre el papel de las fuerzas armadas. Al leer la frase interpreto que, viendo como la inmensa maquinaria de guerra existente no sirve para parar un virus, ahora percibe que hace falta otra seguridad, menos militar y más humana. Pero a continuación, escribe: “Ahora estaremos de acuerdo en que el ejército es útil y necesario”. Me alarmo. Después de tantos sufrimientos y de tantas muertes, si alguna lección tenemos que sacar de todo esto es que debemos replantearlo todo, a fondo: valores, prioridades y políticas. Tenemos que, de una vez por todas, poner a las personas al centro de las decisiones de la política, la economía y la seguridad. Sería suicida volver a una normalidad que es criminal.

No vivimos en tiempos de certezas. La pandemia, más que nunca, nos recuerda nuestra fragilidad. A pesar de que estábamos pensando en robots inteligentes y consumos muy sofisticados, la COVID-19 nos deja claro que ni lo sabemos todo ni lo podemos todo. Dependemos de muchas cosas que no controlamos. Pero, a pesar de todo, es evidente que en un mundo tremendamente desigual y desequilibrado, dónde millones de personas viven en la más absoluta de las intemperies y dónde tenemos las prioridades totalmente desenfocadas, una pandemia tendrá unos efectos mucho más devastadores y brutales.

Así que, quizás sí que hay que decir algunas cosas. Procurando diferenciar lo que es secundario de lo que es importante. Una cosa es usar puntualmente los militares en una situación de crisis, otra es hacer bandera de ello para justificar la existencia del ejército y, aún más otra, pretender que hay que continuar y reforzar una política de seguridad que, precisamente, pide cambios a gritos.

Que en un mundo militarizado, con ejércitos sobredimensionados, ante una crisis grave se utilicen soldados para hacer ciertas tareas es una cosa. Más lamentable –y grotesca- es la ostentación de parafernalia y lenguaje bélico que nos muestran en ruedas de prensa y en declaraciones grandilocuentes. Mucho más inquietante es que en un contexto global de recortes de derechos y libertades, de adelgazamiento de la democracia y de apelaciones a la mano dura, haya quien aplauda imágenes de policías y militares patrullando por las calles a la búsqueda de ciudadanos ‘díscolos’.

Pero lo que sería profundamente grave es sacar conclusiones erróneas de la participación del ejército en la crisis de la COVID-19. Si hacen falta militares para construir hospitales, habilitar camas, transportar medicamentos y desinfectar instalaciones, quiere decir que tenemos un problema, serio y evidente: no tenemos planificados suficientes recursos humanos y técnicos para hacer frente a crisis sanitarias graves. Que los militares tengan que hacer todo esto quiere decir, simplemente, que sobran soldados y falta personal sanitario, de servicios básicos y de protección civil. Que sobran armas y faltan hospitales. Que hay demasiado gasto militar y poco gasto en salud pública. Quien presume de la Operación Balmis no sé si se da cuenta que, en el fondo, con ella no está demostrando la utilidad del ejército sino evidenciando las desastrosas prioridades: no tenemos suficientes recursos para hacer frente a una crisis sanitaria que mata a más de 13.000 mil personas en 2 meses pero en cambio tenemos 130.000 soldados y todo tipo de armas... para no se sabe muy bien qué.

No cuestiono, ni menosprecio, la dedicación y sacrificio personales que hacen estos soldados. Cuestiono las prioridades y las políticas que hay detrás. Prioridades y políticas mal enfocadas , que vienen de lejos y que hace tiempo que sufrimos en todo el mundo.

Porque millones de personas mueren al cabo del año -cada año- por hambre, pobreza, enfermedades curables, falta de agua potable, etc. mientras, en cambio, tenemos un sistema de defensa inmenso (más de 20.000.000 de soldados) y carísimo (casi dos billones de dólares anuales) incapaz de proteger la vida de estas personas. Y cuando se reclama atender estas emergencias humanitarias se dice que no hay suficiente dinero. Esta brutal, y criminal, paradoja es uno de los contrasentidos más grandes del mundo. De hecho, no hace falta ser antimilitarista ni pacifista para compartirlo. La primera prioridad de toda lógica seria de seguridad debería ser proteger la vida de todas las personas y garantizarles un mínimo de condiciones para poder vivir dignamente. No hacerlo, renunciar a salvar estas vidas y, mientras tanto, invertir en ejércitos, nuevas armas o entrenamientos militares en nombre de la seguridad, es un despropósito absoluto.

Y, volviendo aquí, no podemos olvidarlo: destacar la aportación humanitaria de las fuerzas armadas porque construyen hospitales... mientras vendemos armas a quien bombardea hospitales en Yemen es de una inconsciencia descomunal o de un cinismo estratosférico.

La Covid-19 nos abruma y desborda profundamente. Asistir, día sí y día también, a las terribles pérdidas humanas que ocasiona, es muy doloroso. Imaginar las consecuencias económicas y sociales que conllevará, provoca vértigo. Pero si todo esto no sirve, al menos, para cambiar las cosas y enfocar bien las prioridades, ¿cuándo lo haremos?

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