Condenas de hoy, victorias de mañana

España suspende todos los criterios internacionales sobre la limitación de la libertad de expresión

Laia Serra
4 min

Abogada penalistaEn febrero de 2017 más de 200 catedráticos de derecho penal de todo el Estado firmaban el manifiesto Carrero como síntoma para rechazar la petición de cárcel para la twitera Cassandra. Esta reprimenda tan inusual de la academia a la judicatura revelaba la gravedad de la situación. El derecho a la libertad de expresión, en su dimensión colectiva, opera como último reducto de contrapoder ante la acción del Estado, la aplicación de la justicia e incluso el estado de opinión oficialista incentivado por las oligarquías comunicativas. Es conocido que uno de los indicadores de calidad democrática es la salud de la libertad de expresión.

La fijación de los límites a la libertad de expresión responde a cómo se concibe esta libertad: al estilo liberal norteamericano, resumible en la expresión "mercado de las ideas" y basado en la no injerencia del estado; o al estilo europeo, que reivindica la legitimidad de las restricciones por parte del Estado con el fin de defender valores democráticos como la dignidad y la igualdad. Los tribunales españoles, pese a quedar encuadrados en la tradición jurídica europea, se han desmarcado del modelo de "democracia militante" dejando claro que merece protección incluso quien niegue la Constitución y los valores que representa. Partiendo de este punto de vista, todavía resulta más reprochable su trayectoria punitivista y errática con los delitos vinculados a la libertad de expresión.

Casos como el de Cassandra, las indebidas imputaciones por delitos de odio vinculados a la crítica a los cuerpos policiales a raíz del procés, los casos de Strawberry o Hasel, los secuestros de libros como Fariña, la prisión provisional para los titiriteros o la condena que lleva a prisión al rapero Valtonyc son terriblemente dañinos. Precisamente son los tribunales más altos, los más politizados, los que están condenando, y detrás de cada caso también hay una fiscalía que acusa. Los jueces no pueden dejar de aplicar los delitos existentes, pero sí son responsables de interpretar qué conductas encajan en ellos y cuáles no. Y también hay que señalar la política criminal selectiva que sólo persigue a quienes expresan o representan posturas críticas con el orden establecido.

Los criterios internacionales sobre la limitación de la libertad de expresión desaconsejan las sanciones penales, sobre todo si son de prisión, cuando no se trata de casos realmente graves, y sólo cuando no existan otras sanciones menos restrictivas. Según estos criterios, el marco legal debe ofrecer sanciones diversas para asegurar el estándar de efectividad, prevención y proporcionalidad. La redacción legal debe ser clara, la restricción debe obedecer a una finalidad legítima y hay que evaluar si existe una necesidad democrática de hacer la restricción. A la hora de resolver cada caso hay que examinar la intención del emisor, la entidad del daño o el peligro del mensaje, el alcance de la divulgación y sobre todo el contexto social. El margen de que deben disfrutar los discursos de contenido político, la tarea periodística, la sátira y las obras artísticas tiene que ser amplio. Y se prohíbe, unánimemente, el uso abusivo de las restricciones para reprimir la crítica política.

El estado español suspende desde todos los puntos de vista. Muchos de estos delitos tienen redacciones demasiado ambiguas que permiten interpretaciones expansivas. No se suelen prever penas alternativas a la prisión, y la pena puede llegar a suponer el ingreso en prisión incluso por un único delito. Subsisten reliquias de protección incrementada como las injurias a la Corona. No existe ninguna referencia que preserve la función periodística, la sátira, la crítica política o la producción artística. Y sobre todo, su redactado no incorpora una cláusula de lesividad que asegure que sólo los casos graves y realmente peligrosos merecerán condena.

El caso del enaltecimiento del terrorismo es un buen ejemplo. Un delito que ha crecido precisamente con el declive de ETA y que ha llenado un tribunal de excepción como la Audiencia Nacional de investigaciones por chistes, twits y canciones. La AN y el Tribunal Supremo han estado siguiendo una trayectoria errática y contradictoria, pivotando sobre si hay que tener en cuenta o no la intención del emisor y si el mensaje ha de suponer un peligro tangible como llamada a la acción terrorista, aunque sea indirectamente. La última directiva europea sobre terrorismo de 2017 apuesta por este criterio restrictivo, que ya ha tenido un primer impacto en la sentencia del Supremo de enero de 2018 que ha absuelto a Arkaitz Terrón.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado a España en varias ocasiones por haber censurado indebidamente la libertad de expresión: en el caso de un artículo crítico con el Estado firmado por un senador (Castells vs. España, 1992), en el caso de otro artículo periodístico que afectaba la reputación de un tercero (Gutiérrez vs. España, de 2010) o en el caso de un discurso político desmerecedor de la monarquía (Otegi vs. España, de 2011), y existen otros casos pendientes, como la quema de fotos del rey en Girona del 2007. La deriva autoritaria de España, con la aprobación de la ley mordaza o las reformas del Código Penal, es una muestra de su intento –vano– de restringir una crítica tan merecida como creciente. Las recientes condenas de músicos o twiteros, aparte de desprestigiar irreversiblemente una institución capital como es la Justicia, serán humillantemente derrotadas en Estrasburgo. Desgraciadamente las victorias judiciales llegarán tarde, y difícilmente repararán el daño a las personas condenadas, restaurarán nuestra calidad democrática o revertirán el expansivo efecto autoinhibidor al que estamos asistiendo en la vida pública y en las redes sociales. Estemos de acuerdo o no con ciertos mensajes, más nos vale estar al lado de quien osa desafiar los límites de la libertad de expresión, para seguir ensanchándolos.

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