La universalidad de la salud, en cuestión

La sanidad pública se financia con cargo a los presupuestos generales del Estado

Elena Costas
4 min

Economista e investigadora en la UAB, editora de ‘Politikon’¿Es posible contar con unos servicios públicos universales y gratuitos en una etapa de globalización de los flujos inmigratorios y turísticos? ¿Cómo debemos entender la universalidad en el acceso a servicios públicos básicos?

Los estados del bienestar modernos se enfrentan a una nueva tensión basada en la procedencia de sus ciudadanos. Esta condición, la de ciudadanía, con plenos derechos políticos, sociales y económicos, ha pasado a lo largo de la historia reciente por varias etapas o revoluciones de la igualdad: la de origen social y la de género. Ahora, en el siglo XXI, hay que abordar la desigualdad derivada del lugar de nacimiento. Pocas veces el lugar de origen ha tenido tanta importancia. Por ejemplo, nacer en un estado con una buena sanidad pública significa poder vivir 40 años más que hacerlo en uno con una pobre infraestructura sanitaria.

La sanidad pública es, por tanto, un buen ejemplo de los retos que los estados del bienestar tendrán que enfrentar: el dilema de la universalidad versus la sostenibilidad. Qué universalidad nos podemos permitir?

En 2012, y ante las presiones presupuestarias de la crisis, el gobierno con mayoría absoluta del PP restringió la prestación universal de la sanidad pública. Es decir, "el universo" de población que puede disfrutar de la cobertura sanitaria general se limitó a los asegurados –afiliados a la Seguridad Social, pensionistas o desempleados– y beneficiarios. En gran parte de los casos (trabajadores afiliados, pensionistas, parados o menores) la prestación es automática. En otros, como los mayores de 26 años con nacionalidad española y que no cotizan, deben declarar que no tienen suficientes recursos. Los no afiliados, a partir de entonces, tienen derecho a la asistencia "de urgencia o enfermedad grave", pero no a la cobertura general. El empadronamiento deja de ser requisito suficiente, por lo que se deja fuera del sistema público de salud general los inmigrantes en situación irregular y los adultos no afiliados a la Seguridad Social que no cumplan algunos de los requisitos anteriores.

Esta restricción de la universalidad del sistema sanitario rompe con la idea de la sanidad gratuita y universal introducida por la Ley Lluch en 1986. Pero no hay que olvidar que en aquella época España era un país emisor de emigrantes, no receptor. El perímetro de la universalidad estaba bien definido: los ciudadanos españoles y los extranjeros que residían en el territorio. Esto ha cambiado radicalmente al inicio de siglo, cuando el Estado ha pasado de ser exportador de emigrantes en importador neto.

En todo caso, la restricción de la universalidad plantea importantes implicaciones desde el punto de vista social. Como las comunidades autónomas tienen las competencias de ejecución, administración y gestión de la sanidad, regiones como Cataluña o la Comunidad Valenciana quisieron aprobar un decreto ley que permitiera el acceso a la sanidad a los inmigrantes en situación irregular. Sin embargo, el Tribunal Constitucional lo ha declarado inconstitucional al considerar que invaden competencias del gobierno central. Por tanto, el TC acepta restringir la cobertura "universal" de la sanidad a los ciudadanos que puedan acreditar su condición de asegurados.

Esta restricción parece plantear, a primera vista, una cierta contradicción en relación con el modelo de financiación. A diferencia de las pensiones, que se financian con prestaciones contributivas –sólo te beneficias si has cotitzado–, la sanidad pública se financia con cargo a los presupuestos generales del Estado. Los impuestos generales no son finalistas, no se pueden destinar a la financiación de coberturas de que sólo gozan algunos. Se podría argumentar que toda persona que esté en territorio español, cuando compra bienes y servicios, está pagando un IVA que contribuye a los ingresos públicos. Esta aportación le daría derecho a beneficiarse de los servicios públicos que, como la sanidad, se financian con estos impuestos.

Por lo tanto, debido a su financiación, la sanidad española puede ser percibida como injusta por algunas personas que consideran que es universal a la hora de financiarse (con cargo a los impuestos que, como el IVA, pagan tanto residentes legales como ilegales) pero contributiva a la hora de disfrutarse. Ahora bien, el mismo modelo universal de Lluch requería un requisito de residencia –el padrón– para beneficiarse de la sanidad pública. El acceso a los servicios públicos fundamentales no se deriva de su financiación, sino de la condición de ciudadanía; y aunque esta condición puede y debe ser discutida, el pago ocasional del IVA de un producto no la incorpora. Sin embargo, a pesar de las potenciales debilidades del argumento sobre la injusticia en la financiación de la sanidad pública, hay que tener en cuenta que esta percepción por parte de los grupos excluidos –y de los que se solidaricen con ellos– puede socavar la legitimidad del sistema para algunos.

La situación actual de la sanidad española nos muestra que el dilema de universalidad versus sostenibilidad es más complejo de lo que puede parecer en un principio. Sin duda, el debate sobre políticas públicas relacionadas con el acceso a los servicios públicos fundamentales del estado del bienestar debe girar no sólo en torno al modelo de financiación sino también en torno a cómo definimos el concepto de universalidad.

¿Abarca el concepto de ciudadanía y el derecho de acceso universal a los servicios públicos fundamentales a las personas que están en territorio nacional, pero que están ahí de manera circunstancial (los turistas) o irregular (los inmigrantes)? El primer caso puede dar lugar a lo que se conoce como "turismo sanitario", que es un abuso del sistema público. Pensionistas o turistas europeos deben acreditar una residencia en el territorio español de un mínimo de tres meses. Esta solución no plantea problemas de equidad. Pero el caso de los inmigrantes irregulares, sí.

Las posiciones maximalistas –aquellos que quieren universalidad para todos, de todos los servicios, en contra de aquellos que quieren restringir la universalidad a que contribuyan económicamente al sistema– no nos llevarán a ninguna parte. Hay sofisticar el debate, lo que no será fácil. Entre otras razones, representa un gran reto para la sostenibilidad financiera de los servicios públicos fundamentales de nuestro estado del bienestar.

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