Huelga de hambre

Una huelga de hambre es tan seria que solo pertenece a quien ha decidido llevarla a término

Esther Giménez-salinas
4 min

Dentro de la cárcel no es fácil reivindicar determinadas posiciones. El sistema penitenciario está especialmente regulado, de manera que la capacidad de decidir de los internos es muy limitada. Desde temprano por la mañana, es decir, la hora de levantarse, hasta la noche, la hora de acostarse, tienen todas las horas pautadas. Tampoco se escogen la comida –mas allá de los menús establecidos por razones de salud o religiosos– o la distribución del tiempo. Sí hay posibilidad para decidir ciertas actividades, pero siempre en los horarios preestablecidos. En este sentido la vida “organizada” de un interno se parece bastante al resto, no así por supuesto en su interior o en su manera o capacidad de adaptarse al medio.

Una vida tan metódica y pautada es una de las grandes contradicciones de la finalidad resocializadora que nuestro ordenamiento jurídico atribuye a la pena privativa de libertad. Hace muchos años que esto se critica con la sencilla afirmación de “se quiere enseñar a vivir en libertad, pero lo primero que se hace es quitarla”, a lo que habría que añadir que la vida en la prisión se parece muy poco a la de afuera. En los países nórdicos hace ya bastante tiempo se introdujo el término normalización para intentar que la vida en la prisión fuera lo más parecida al exterior, entendiendo que la propia cultura carcelaria alejaba al individuo de su posible integración social.

Así las cosas, en la cárcel no existen muchos mecanismos pacíficos para reivindicar o protestar contra determinadas situaciones y que estas alcancen una cierta repercusión social. Los muros de la prisión no solo aíslan a sus internos del exterior, sino que también impiden que sus opiniones sean escuchadas y atendidas extramuros. En este sentido, la huelga de hambre es quizás el último recurso al alcance para reivindicar ante la sociedad una situación que se considera claramente injusta.

Cierto que una huelga de hambre no es nada fácil de gestionar para la administración penitenciaria, pero sin duda la mayor dificultad y dureza es para la persona que la realiza. Es una decisión difícil, premeditada y pensada, pero finalmente lo único que se pone en riesgo de verdad es la propia salud, situación que en caso extremo, puede llegar hasta poner en peligro la vida.

Así que la decisión de iniciar una huelga de hambre por parte de Jordi Sánchez y Jordi Turull, primero, y Joaquim Forn y Josep Rull, dos días más tarde, es una medida que debe ser respetada y en modo alguno banalizada. Es seguramente una de las decisiones más difíciles que han tomado en su vida. La huelga de hambre en prisión tiene una dimensión ética, deontológica y jurídica que se complica cuando alcanza situaciones extremas.

Estos días que hemos hablado tanto de la transición, apenas he oído mencionar los motines en prisión causados por los presos comunes a quienes no alcanzó la amnistía; nuestras cárceles ardían literalmente. Tampoco parece que nos acordemos de las huelgas de hambre de 1981 y 1990 protagonizadas por los miembros presos del GRAPO, en las que por esta causa no solo murieron dos personas, sino que también tuvo como consecuencia en 1990 el asesinato del médico José Ramón Muñoz, jefe de medicina interna del hospital que atendió a los presos y que además había manifestado objeción de conciencia.

Así que no está de más recordar que quien realiza una huelga de hambre, aunque sea llevada a sus últimas consecuencias, nunca puede ser considerado como un suicida, como alguien que quiere quitarse la vida, que persigue morir, porque esta no es su voluntad sino la de conseguir ciertos objetivos que cree solo podrá alcanzar con este medio. Pero este no ha sido nunca un debate sereno. Tampoco lo ha sido determinar si la administración penitenciaria está autorizada/obligada a alimentar forzosamente a una persona en contra de su voluntad cuando existe un grave riesgo para su vida. Aquí, mientras desde el punto de vista ético y de la deontología médica se ha defendido que lo que prima es la autonomía individual para tomar decisiones que pueden poner en peligro la vida, la perspectiva legal es más confusa.

Así que en el caso de una huelga de hambre llevada hasta sus últimas consecuencias en prisión se plantean tres supuestos: 1) la Administración estaría autorizada/obligada a alimentar al recluso aunque este tenga plena conciencia, a causa de la prioridad de proteger la vida por encima de cualquier otro derecho. En este caso, se defiende por entender que existe una relación jurídica de especial sujeción entre el interno y la Administración, y esta tendría el deber de velar por su integridad, su salud y su vida. 2) Matizando la posición anterior, existiría el argumento de que se podría intervenir tan solo cuando el interno hubiera perdido la conciencia, y solo así se podría alimentar forzosamente para evitar su muerte. 3) La última posición, que comparto, es la de entender que la obligación de la Administración de velar por los internos no puede obviar los derechos fundamentales del penado en relación a su vida y salud, y que como enfermo tendría toda la voluntad de decidir y los mismos derechos y libertades que cualquier otro ciudadano.

Creo que una huelga de hambre es tan seria que solo pertenece a quien ha decidido llevarla a término. Sumarse desde el exterior, aunque sea como muestra de solidaridad, es apropiársela y quizás trivializar una decisión surgida de la más profunda consciencia de cada una de las personas que la está llevando a cabo.

Esther Giménez-Salinas, Cátedra de Justicia Social y Restaurativa Pere Tarrés.

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