Túnez: el asidero y el harapo

Santiago Alba Rico
4 min

Visto desde fuera Túnez es una excepción estimulante: el único país de la región donde triunfó la revolución de 2011, el único estable, el único en el que la democracia, más o menos tambaleante, parece en camino de asentarse: ahí está la Constitución de 2014, su ley de violencia de género, su ley contra la discriminación racial, sus alcaldesas y sus ministras. Es una visión real.

Visto desde dentro Túnez es un país al borde de la quiebra, económicamente en ruinas, socialmente fracturado, que incuba desde hace ocho años una nueva revuelta. El pasado 24 de diciembre un joven periodista de Kasserine, ciudad abandonada y dolida, imitó el gesto del vendedor Mohamed Bouazizi en 2010 y se dio fuego en una plaza céntrica tras dejar un mensaje protestando contra el paro juvenil y llamando a un nuevo levantamiento. Antes de empezar el año otros siete jóvenes hicieron lo mismo con el propósito de destruir su único anclaje en la existencia -un cuerpo superfluo- y con la esperanza mágica de provocar con la misma cerilla el mismo incendio colectivo. También es una visión real.

Cuando se cumplen nueve años de la Revolución del 14 de Enero que derrocó al dictador Ben Ali y sacudió de arriba abajo el mundo árabe, el pequeño país del norte de África en el que vivo tiene pocas ganas de celebración. De las dos revoluciones que convergieron en la Qasba a principios del 2011 e hicieron posible el volteo del régimen –una política y otra social– una se ha quedado a medias, la otra espera aún su encarnación material.

Esa media revolución política –recordémoslo– alcanzó su máxima expresión bajo el gobierno del partido islamista Ennahda (2011-2014) con la aprobación parlamentaria de la primera y única Constitución laica e igualitaria del mundo árabe y con el establecimiento de la Instancia Verdad y Dignidad, encargada de abordar la justicia transicional y llevar ante los tribunales los crímenes del antiguo régimen. Cinco años después la Constitución no ha generado el aparato legal ajustado a su contenido y las leyes más polémicas aprobadas por el Parlamento no pueden ser cuestionadas porque, violando el propio texto magno, aún no se ha creado un Tribunal Constitucional. En cuanto a la Instancia Verdad y Dignidad, que consiguió reunir más de 60.000 dosiers de víctimas de la dictadura, vio saboteada su labor desde el principio y acaba de cerrar sus trabajos en la orfandad más absoluta, abandonada incluso por Ennahda, cuyo pragmatismo le ha llevado a ceder, en este y otros terrenos, a los rescoldos vivos del 'ancien régime' reunidos en el partido del actual presidente de la república, el anciano Qaid Essebsi, ex-ministro del Interior de Bourguiba.

La media revolución política vigente recuerda –en un contexto regional mucho más difícil– a la muy sobrevalorada “transición democrática española”. Entre amenazas de golpe de Estado, apoyos de doble filo de la Unión Europea, presiones del FMI y movimientos de cintura del líder islamista Rachid Ghanuchi, el nuevo marco institucional es el resultado de un consenso pugnaz entre la vieja élite de Ben Ali y las nuevas élites asociadas al sindicato UGTT y al partido Ennahda. Lo que ha habido al final es una simple “redistribución de las cartas”, por citar a Mohsen Toumi, que ha dejado sin representación a la juventud que sacó de las cárceles a los presos políticos y que vuelve a montarse en frágiles pateras para tratar de llegar a Lampedusa. Sea como fuere –digámoslo claramente– un consenso pugnaz entre élites siempre es mejor que el gobierno patrimonial de una sola familia porque esa confrontación elitista abre un espacio propiamente político en el que, además de algunos derechos civiles, se podría disputar desde abajo la llave de las instituciones. A la espera de algo mejor, temiendo algo peor, eso es lo que en Occidente –es decir, en todas partes– llamamos “democracia”.

Media revolución política no está mal para un país que pasó de la colonización a la dictadura sin solución de continuidad, y habrá sin duda que proteger sus logros, pero es poco para esa población socialmente excluida que no se jugó y a veces entregó la vida sólo para satisfacer los derechos civiles de una clase media que, en plena crisis, mira ahora con nostalgia el pasado. Con el dinar en caída libre, una inflación galopante, un paro juvenil mayor aún que en tiempos de Ben Ali, sin servicios públicos elementales en las regiones del interior, el “consenso de élites” es consenso porque prolonga la misma política económica que determinó el derrumbe del régimen anterior: abandono del campo, deuda externa, acuerdos de libre comercio con la UE (como el ALECA actualmente en negociación) y, para contener las protestas sociales, represión policial indiscriminada.

Cuando se cumplen ocho años de la revolución del 14 de Enero, en Túnez todo va bien y todo va mal. Sigue siendo un asidero y un ejemplo; y sigue siendo un hervidero y un harapo. Por el momento la UE muestra mucho interés en proteger ese asidero y ese ejemplo, pero hace muy poco –o todo lo contrario– para calmar el hervidero y remendar el harapo. En último término –lo sabemos–, si se viran las cosas se olvidará de la democracia, incluso en su versión elitista, como ya está haciendo en la propia Europa, y apoyará cualquier gobierno que asegure los ejes centrales del “consenso” colonial: economía neoliberal y política migratoria.

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