Idólatras contra iconoclastas

Algo tiene la imagen que la hace tan irresistiblemente atractiva o tan desesperadamente inaceptable

Antonio Altarriba
3 min

Historiador del cómic y guionistaSiempre hemos vivido fascinados, a menudo arrebatados, por la imagen. Ilusión de realidad, simulacro, trampantojo, pero también invención, fantasía, estilización, puede recrear con fidelidad las formas del mundo o inventar mundos nuevos. Unas veces surge de la imitación y otras de la imaginación, cumple funciones de verificación documental o invita a la maravilla, da testimonio fiel o sume en el asombro. Y, entre ambas funciones, la imagen también puede acogerse a un registro intermedio de 'distorsiones' que subliman o degradan la interpretación de nuestras referencias más conocidas, sobre todo aquellas que regulan las relaciones sociales. Esta dimensión de la imagen, en la medida que influye en la construcción de jerarquías, es la que resulta más conflictiva. Figuras de autoridad, dotadas de atributos tan magníficos como terribles, han generado una amplísima galería de representaciones desde el comienzo de la historia. Por el contrario, las imágenes de la desmitificación aparecen más tardíamente, se difunden en soportes menos nobles, en consecuencia, menos duraderos, y casi siempre están elaboradas a partir de unas competencias técnicas menos sofisticadas. Por si fuera poco, las posiciones de poder permiten, en último término, la censura. En el duelo histórico entre la apoteosis y la caricatura, esta última siempre ha llevado las de perder.

Algo tiene la imagen que la hace tan irresistiblemente atractiva o tan desesperadamente inaceptable. Nuestro cerebro la procesa por circuitos más emocionales que la comunicación verbal. Se presenta como evidencia, no como resultado de un proceso de descodificación y comprensión. Por eso, en lugar de la razón, moviliza la pasión, pasión tanto en la adhesión como en el rechazo. Desde siempre, en todas las culturas e independientemente del dispositivo tecnológico del que se sirva, la capacidad conmovedora de la imagen ha sido indiscutible. Es muy probable que nuestros antepasados, viendo a los animales pintados en la roca danzar a la luz vacilante de la hoguera, estimulados por las acciones de una ceremonia ritual, experimentaran un efecto de implicación similar o mayor al de la realidad virtual. Esta estrecha conexión con lo representado nos ha llevado a adoptar posiciones extremas, pudiendo concluir que, en cuestión de imagen, hemos oscilado entre la idolatría y la iconoclasia.

Así que las adoramos o las destrozamos. Tanta visceralidad con las imágenes revela el componente político de los intereses en juego. De hecho, podríamos decir que la imagen sólo se hace artística cuando logra transcender esta finalidad política que, implícita o explícitamente, se halla presente en ella. En el siglo XIX las imágenes de la burla y la desmitificación conquistaron una buena posición gracias a los primeros reconocimientos de la libertad de expresión y a la aparición de rotativas que permitían reproducirlas con calidad y a muchos ejemplares. Por primera vez la caricatura podía competir con la imaginería apoteósica difundida desde el poder. Proliferaron las revistas satíricas ilustradas y las reacciones fueron muy virulentas desde el principio. Hubo multas y secuestros de cabeceras, hubo juicios y hasta hubo duelos. Le Charivari, una de las publicaciones francesas más combativas en aquellos años, contaba con sala de entrenamiento para redactores y dibujantes donde podían prepararse y afrontar con mínima pericia los frecuentes desafíos a espada o a pistola.

Esta guerra icónica prosigue con creciente agresividad. De hecho, la lista de bajas ha aumentado en los últimos años. El asesinato en 1987 del dibujante Naji Al-Ali fue una pérdida importante y muy simbólica del enfrentamiento palestino-israelí. La masacre de Charlie Hebdo marcó un antes y un después. Y, más recientemente, el encarcelamiento del guineano Ramón Esono, el secuestro de El Jueves o la multa contra Orgullo y satisfacción dan una idea de la intensidad del fuego cruzado. Las viñetas siguen ahí, siempre en la vanguardia de este frente gráfico. Pero ahora ya no son sólo las viñetas. Blogs, redes sociales, manifestaciones callejeras se llenan de imágenes desmitificadoras. Ante el posible desbordamiento, las medidas censoras se endurecen. La ley española impuso hace años la idolatría como única forma de relación con la monarquía. El Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo ha venido a restituirnos la posibilidad de una reacción iconoclasta. De momento, todavía podemos quemar las imágenes del poder. La batalla continúa.

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