La dictadura demográfica

Es cierto que España es una democracia. Entonces, ¿dónde está el problema?

David Miró
4 min

Imaginemos a alguien que decide compartir piso con tres personas más y los cuatro llegan al pacto de que todas las decisiones se tomarán por mayoría. Imaginemos ahora que tres de ellos siempre están de acuerdo y aprueban por sistema sus propuestas, entre ellas cómo se gestionan los recursos comunes, mientras que las del cuarto en discordia son sistemáticamente rechazadas. Imaginemos que este cuarto, harto de perder las votaciones, decide que quiere pintar su habitación de azul. Pero los otros tres se oponen, le dicen que aunque sea su habitación la decisión se tiene que votar. Y lo obligan a mantener la habitación de color blanco. La lógica dice que esta persona querrá abandonar el piso. Pero imaginemos que los otros tres le dicen que no puede, que la decisión también se tiene que votar de manera democrática, y los tres votan en contra. Esta persona vive en un régimen teóricamente democrático, las decisiones se toman votando y no por la fuerza. Pero puedo asegurar que la sensación que tendrá es que vive en una dictadura.

Este ejemplo me sirve para rebatir un argumento que siempre se pone sobre la mesa a la hora de abordar la cuestión catalana: España es una democracia y, por tanto, los catalanes no tienen derecho a sentirse maltratados porque sus derechos fundamentales como individuos se respetan. Y es cierto que España es una democracia y ocupa el lugar 19 en el índice que elabora The Economist. Entonces, ¿dónde está el problema?

Para explicarlo de forma comprensible utilizo el ejemplo del piso y el concepto de dictadura demográfica o dictadura del grupo dominante. Es decir, en un estado compuesto por diferentes grupos nacionales, producto de diferentes realidades históricas, si hay uno que es el predominante desde el punto de vista demográfico lo tiene muy fácil para imponer su voluntad: simplemente debe subsumir al resto de grupos en un mismo demos o sujeto de la soberanía. Y luego establecer que todo se debe votar y que decide la mayoría. Y eso es exactamente lo que ocurre en España con el grupo nacional que proviene del antiguo reino de Castilla, que ha patrimonializado el Estado basándose, antes en su fuerza militar, y ahora en su fuerza demográfica. Los territorios sin lengua cooficial reúnen el 60% de los ciudadanos del Estado. Los territorios catalanohablantes, la segunda lengua más potente, no llegan al 30% del total. Si vemos cómo se traduce el peso demográfico en poder político en términos de representatividad en el Congreso la distancia aún se ensancha más: los territorios con el catalán como lengua cooficial concentran el 30% de la población pero eligen sólo el 25% de los diputados.

Por lo tanto, la opinión de los catalanes sólo se tiene en cuenta agregada al conjunto. Y así fue como Cataluña forma parte hoy de la OTAN, aunque su población se mostró mayoritariamente contraria en el referéndum de 1986. Le pasó como al cuarto habitante del piso. Y por eso, en la práctica, si el 100% de los catalanes estuvieran a favor de la independencia sólo serían 48 diputados de una cámara de 350, donde para hacer cambios sustanciales de la carta magna se necesitan dos tercios. Por no tener, los territorios no tienen ni capacidad de veto en un eventual Senado, como sí tienen los estados de la Unión Europea en algunas cuestiones. Y así hemos visto como Bélgica puede bloquear, ella sola, la firma de un tratado de comercio internacional. Y todo el sistema de contrapoderes europeo está pensado, precisamente, para evitar una dictadura demográfica franco-alemana.

Se puede aducir que la Constitución reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones y que, por tanto, esta dictadura demográfica tiene límites. Esto sería cierto si las competencias tuvieran un blindaje constitucional, pero no es así. En el mundo real, esta autonomía está fuertemente limitada por la acción del gobierno del Estado, que para aquellas cuestiones que considera de su interés impone su voluntad aprobando leyes de bases o, como mínimo, bloquea la acción de los gobiernos autonómicos interponiendo recursos de inconstitucionalidad. Por no hablar del 155, que demuestra que esta autonomía es fácilmente reversible.

Y así es como lo que sobre el papel es una democracia con todos sus atributos, se convierte en una dictadura para un colectivo nacional, al que se ignora y se impone la voluntad del grupo predominante. De alguna manera es la misma argucia con la que los Borbones convencieron a los ingleses de que los catalanes no sufrirían represalias por haberse alineado con los Austrias. En el Tratado de Utrech (1713) Felipe V se negó a respetar las "libertades catalanas", pero se comprometió a otorgar a los catalanes "todos aquellos privilegios que poseen los habitantes de las dos Castillas", una manera poco sutil de decir que los catalanes serían asimilados a las leyes castellanas y, por tanto, ya no tendrían manera de hacer respetar su opinión en el seno del nuevo Estado que se estaba creando. Los ingleses, sin embargo, se lo tragaron. Y ahí comenzó la pesadilla de vivir en un piso compartido donde, como el cuarto personaje del ejemplo, siempre están en minoría.

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