Tiempo de feminismo

El feminismo se está convirtiendo en una esperanza global frente a un mundo turbio

Marina Subirats
4 min

Llega un nuevo 8 de marzo y lo hace con un empujón extraordinario. Lo he esperado pero me sorprende, no había imaginado poderlo vivir. El movimiento se ha hecho viral, ya no es minoritario o elitista, sino que ha penetrado en las bases, en los barrios humildes de pueblos y ciudades, y se ha vuelto tan potente y tan alegre que nos hace pensar que ahora sí que todo será posible. Porque como decía una chica en la radio: "Gracias al feminismo me he quitado la venda de los ojos".

Se abren incógnitas ante nosotros, amenazas, frases feas sobre la equivalencia de feminismo y machismo, frases que más que ignorancia revelan mala fe. Pero hoy no quiero hablar de esto porque es el momento de celebrar el empoderamiento y la sororidad, de ver de dónde venimos y de mirar hacia adelante.

Hagamos un pequeño recorrido. Hacia los años setenta, cuando empieza a Cataluña la actual ola feminista, los objetivos eran claros: las mujeres queríamos la igualdad. ¿Qué quería decir la igualdad en ese momento? Tener acceso y protagonismo en el mundo público, en las universidades, las profesiones, los trabajos bien pagados, la política, el diseño de la vida colectiva. De todo ello habíamos sido largamente privadas, apartadas, no era cosa nuestra. Y descubrimos que queríamos que lo fuera. De modo que la igualdad significaba poder hacer cosas que se consideraban importantes, que los hombres hacían y que a nosotras no se nos dejaban hacer.

Logramos rendijas para entrar en el mundo público, y esto nos permitió tener una experiencia. Hemos hecho un duro aprendizaje para ser capaces de afrontar todo tipo de trabajos, tanto en los aspectos técnicos como en los organizativos. Sin ninguna garantía de éxito, las mujeres nos pusimos a estudiar, y hoy tenemos en Cataluña un nivel educativo superior al de los hombres. Asumimos todo tipo de tareas, generalmente menos valoradas que las de los compañeros y peor pagadas; resistimos las burlas, los acosos, los desaires, las carencias de consideración. Y lo conseguimos. Al mismo tiempo, descubrimos que no era suficiente ocupando el mundo público: había que ir más lejos. No teníamos igualdad, porque en los trabajos no éramos tratadas por igual, pero también porque seguíamos asumiendo todas las tareas de cuidado casi en solitario. Es decir: la igualdad no se conseguiría hasta que no cambiaran también los hombres, y compartieran estas tareas, como nosotros compartíamos las que habían sido suyas.

Esta es una nueva etapa del concepto de igualdad y de los objetivos fundamentales del feminismo; hay que decir que se ha avanzado un poco en este terreno, pero no mucho. Las resistencias masculinas son muchas, en parte porque las tareas de cuidados se han presentado como unas tareas pesadas, poco agradecidas, sin ningún tipo de retribución. Pero las tareas de cuidados son, como toda labor humana, una mezcla de trabajo duro y repetitiva y de trabajo creativo y llena de compensaciones; son, precisamente, las que nos permiten construir los vínculos amorosos más profundos de la vida, los vínculos de pareja, entre padres y madres e hijos e hijas, los lazos de amistad. Los que más nos importan, que a menudo se tejen alrededor de una comida que alguien ha preparado para nosotros o de una estancia ordenada y una ropa limpia.

Las mujeres conocemos el valor de estos trabajos y de las actitudes que las sustentan, sabemos cómo son de necesarias. Pero queremos que sean compartidas, y éste es todavía uno de los objetivos que el feminismo tiene planteados hoy. Ahora, sin embargo, estamos llegando a otra fase: la experiencia en el mundo público nos ha hecho comprender que funciona de una manera injusta y discriminatoria. Que la igualdad nos queda todavía lejos cuando estamos en peligro si salimos de noche, cuando los recursos están fundamentalmente en manos de hombres, cuando la vida digna no es el objetivo máximo a alcanzar, y queda subordinada a conveniencias económicas, políticas, religiosas. Y de golpe el feminismo ha adquirido otra dimensión, otro objetivo: cambiar la sociedad, hacerla más justa, más igualitaria, eliminar una violencia que crece cada día, sustituir la competición por la cooperación. Es decir, construir una igualdad sin adjetivos, en la que mujeres y hombres de todo tipo y de todos colores podamos compartirlo todo sin jerarquías ni exclusiones.

El feminismo se está convirtiendo así en una esperanza global frente a un mundo turbio, carente de proyectos liberadores. Una esperanza que ilumina a muchísimas mujeres y también cada día a más hombres. Muchos trabajan ya para construir unas nuevas masculinidades libres del constante afán de adquirir poder, conscientes de que la lucha por el poder deteriora las relaciones humanas y destruye lo que tenemos más valioso, la capacidad de amar y ser amados, de dar y recibir.

Me llegan chirigotas deliciosas, con grupos de mujeres que reclaman una revolución, un mundo postpatriarcal donde no haya precariedad, donde el consumo sea moderado, donde no haya fronteras... Y terminan: "[...] si no podemos bailar esta no es nuestra revolución". La queremos no violenta, llena de vida y de alegría. Un programa tan estimulante que esperamos que atraiga a todos, y que pueda superar los oscuros obstáculos que algunos intentan amontonar ante nosotros.

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