La verdad de las palabras

El suicidio de Zweig fue civilizatorio: no quiso sobrevivir al mundo que había perdido

Rafael Argullol
2 min
I la seva dona, Lotte Altman, cap a l’any 1940.

Hay algo casi indescifrable en la recepción histórica de las obras literarias y, sobretodo, de sus autores. Hay escritores que, después de alcanzar gran influencia en su tiempo, desaparecen por un largo período de la escena pública, aparentemente sin lectores, para reaparecer con fuerza de un modo algo sorprendente. Para mí el caso más llamativo es el de Stefan Zweig. Cuando empezaron a llamarme la atención los libros recuerdo haber visto obras suyas en varias casas, empezando por la mía. En especial algunas de sus biografías y su novela Veinticuatro horas en la vida de una mujer, que parecía omnipresente en las bibliotecas. Sin embargo, estando ya en la universidad, sus libros se habían desvanecido. Zweig era un autor considerado caduco y nadie, ni profesores ni estudiantes, aconsejaban sus textos.

Se suponía arrinconado para siempre. Pero hace un par de décadas, con el cambio de siglo, Stefan Zweig reapareció con fuerza en toda Europa. Entonces se descubrió que, aparte de biografías populares, había escrito relatos maravillosos como Mendel, el de los libros, que me atrevería a calificar como una de las mejores narraciones del siglo XX. También se descubrió que El mundo de ayer, un peculiar texto autobiográfico, ayudaba a comprender, como pocos libros, el camino que había conducido hasta el presente y muchos de nuestros actuales interrogantes.

Stefan Zweig se suicidó junto a su mujer en Petrópolis, cerca de Río de Janeiro, en 1942. No estaba enfermo ni en situación desesperada. El suyo, como lo demuestra el breve testimonio con el que se despidió, fue un suicidio civilizatorio: no quiso sobrevivir al mundo que había perdido. En plena Segunda Guerra Mundial lo que más horrorizaba a Zweig es que las palabras habían sido vaciadas de verdad. Una y otra vez en El mundo de ayer insiste en esta cuestión. Las palabras se habían vuelto huecas, desprovistas de sustancia interior. Pero visto en perspectiva el libro también se hubiese podido titular El mundo de mañana pues nuestra época se ha acostumbrado a lo que Zweig temía y detestaba: vivir entre palabras sin verdad.

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