20 ANYS SENSE LLUCH

20 años del asesinato de Ernest Lluch: pistolas contra ideas

La muerte del exministro socialista a manos de ETA conmocionó a la sociedad catalana y española

David Miró
4 min
Manifestació de rebuig de l'assassinat a Barcelona

Barcelona“¡Han matado a Ernest Lluch!” En un tiempo en el que las noticias no corrían a la misma velocidad que ahora, el asesinato del exministro socialista corrió como la pólvora esa noche del 21 de noviembre del año 2000. Y los que ya estaban durmiendo a esa hora se despertaron con todas las radios y televisiones repitiendo la noticia: “Ernest Lluch ha sido asesinado por ETA”. La gente enfatizaba las dos palabras, Ernest y Lluch, para remarcar que era una persona que les era familiar, no una víctima anónima destinada a llenar los noticieros durante tres días y ser olvidada después. La sensación general, al principio, fue de incredulidad, que con el paso de las horas se fue convirtiendo en conmoción y, finalmente, en indignación. ¿Quiénes eran esos pistoleros para venir a Barcelona a tirotear a un catalán que había adoptado a Euskadi como su segunda patria? ¿Qué se habían creído? Y después: ¿por qué el gobierno de Aznar no intentaba parar esta locura a través del diálogo y la negociación?

Pero vayamos por partes. Para entender la reacción ciudadana hay que dibujar antes la dimensión social de Lluch. ETA había matado a una persona que era, a la vez, un personaje, alguien con presencia en los medios de comunicación, que igual hablaba del Barça que de política, historia o economía, que escribía artículos y hacía investigación. Y era difícil encontrar a alguien de estos ámbitos que no hubiera tenido relación con él. Lluch no tenía nunca un no. Atendía a todo el mundo. Y por lo tanto su voz, capaz de convertir en comprensibles conceptos abstrusos, se oía en todas partes.

Agitador de ideas

Hay que decir de entrada que Lluch no era visto como un político o un ex político convencional. Era más bien un agitador de ideas, un librepensador que en un momento determinado había entrado en política para poner su grano de arena. El diálogo era su divisa, y por eso era un tertuliano magnífico. En la Cadena SER compartía tertulia con Miguel Herrero de Miñón y Santiago Carrillo, tres heterodoxos. En Catalunya Josep Cuní lo juntó con Baltasar Porcel, y sus duelos hacían saltar chispas. Y en RAC1 hablaba del Barça, su pasión, con su amigo Lluís Foix.

Su gran legado político es la universalización del sistema de salud, que consolidó cuando fue ministro con Felipe González con la ley general de sanidad y creando la red de lo que después se conocería como atención primaria. Antes había protagonizado un episodio que marcó el destino del PSC: como portavoz del grupo parlamentario de los socialistas catalanes se negó a presentar las enmiendas del partido a la ley que limitaba el proceso autonómico, la Loapa. Fue el inicio de la pérdida del grupo parlamentario y de la creciente dependencia del PSOE. Paradójicamente, Lluch era un federalista convencido y uno de los principales estudiosos del austriacismo catalán, que él veía como el germen del catalanismo.

Porque si en un lugar se encontraba cómodo Lluch era en la universidad, con sus alumnos, dando clase o entre papeles. Allá donde fue dejó una retahíla de discípulos. Como Valencia, donde aterrizó en 1970. Ahí, además de cuestionar algunas de las tesis económicas de Joan Fuster en La via valenciana (1976), fue uno de los fundadores del PSPV y formó una hornada de economistas como Vicent Soler, actual consejero del ramo. Ya fuera de la política, fue rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander para volver otra vez a su Universitat de Barcelona, de donde era doctor en ciencias económicas.

Tiroteado en el parking

Como ha escrito su biógrafo, Joan Esculies, Lluch murió “abrazado a sus apuntes” antes incluso de poder salir del coche. Según la sentencia, el autor material de los disparos fue José Antonio Krutxaga, ayudado por los otros dos miembros del comando Barcelona, Francisco García Jodrá y Lierni Armendaritz. Dos meses antes, el comando había asesinado al concejal del PP en Sant Adrià de Besòs José Luis Ruiz Casado. Lluch, por lo tanto, tenía motivos para estar preocupado, pero no quiso nunca llevar escolta y era un objetivo fácil, puesto que seguía siempre la misma rutina. Los terroristas se limitaron a esperarlo en el parking de su finca para ejecutarlo. Las pistolas acallaron las ideas.

Siempre se ha especulado sobre qué pretendía ETA con el asesinato de Lluch. Durante el juicio, los terroristas que lo mataron solo dijeron que había sido un “ministro del gobierno de los GAL” y admitieron que desconocían que era partidario del diálogo. Hacía menos de un año que ETA había retomado la actividad armada después de Lizarra, y lo había hecho con fuerza bajo las órdenes de Francisco García Gaztelu, Txapote, exponente de la línea dura y contrario a la tregua. Txapote era el ideólogo del asesinato de políticos y autor material del de Miguel Ángel Blanco.

El perfil de Lluch, un catalán partidario del diálogo y de buscar un encaje constitucional al conflicto vasco, resultaba incómodo a los duros de ETA, pero también a los duros del PP, que se indignaron con el llamamiento al diálogo que hizo Gemma Nierga al final de la multitudinaria manifestación que llenó el Passeig de Gràcia 48 horas después del asesinato. La cara de José María Aznar al oír el “ustedes que pueden, dialoguen, por favor” fue un poema. Y un reflejo de la incomodidad que la figura de Lluch provocaba.

La última vez que vi a Ernest Lluch en persona fue en Bilbao el día después de las elecciones vascas de 1998. Hacía solo un mes del pacto de Lizarra y del alto el fuego de ETA, la violencia había desaparecido y la izquierda abertzale había recibido como premio un resultado espectacular. Lluch, recuerdo, estaba exultante. Veía la paz muy cerca y no podía parar de sonreír.

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